JULIÁN

 Esperaba fuera del cajero automático mi turno para operar. Un pequeño jugaba colgándose de las barandas de seguridad de la rampa para discapacitados. Tenía apenas unos cuatro o cinco años. Unos rulos como tirabuzones se divertían en su cabeza y sus ojitos inquisidores eran dueños de una mirada inquietante. Parecía estar solo, pues no había otras personas esperando ahí.

Me acerqué y le pregunté con quién andaba. Él se dio vuelta  y señalando a una joven que estaba parada bajo la sombra de un árbol a pocos metros de nosotros, me dijo: “mi mamá”

Cuando salí del cajero, la muchacha estaba cerca de la puerta de ingreso.

-Hermoso tu hijito –le dije, mirando al niño que seguía jugueteando por ahí.

Ella pareció asombrarse mucho ante mi comentario y después del impacto que evidentemente le produjo lo que le dije, respondió: “Mi pequeño Julián… ¿Lo conocías?”

Quedé también confundida pero sin saber por qué y con gesto dudoso,  respondí: “Creo que sí”.

-Murió hace un año, de meningitis. –dijo tan entristecida.

Me quedé helada. Subí al auto diciéndome que algo  había entendido mal. Permanecí ahí, petrificada. Hasta que vi salir a la muchacha del cajero y caminar sola y sin prisa por la vereda angosta.

Entonces, el pequeño se apresuró a alcanzarla  y le siguió los pasos como una sombra sutil.















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