FANTASMA
-¡Olor a vela! –grita una de las niñas. -Sí, ¡olor a vela! -responden las otras cuatro como un coro que desentona porque se confundió el director. -¡Junten todo! ¡Junten todo! ¡Rápido, rápido! –ordena una de ellas. Cada una se encarga de algo. En unos instantes ya han recogido sus juguetes en las cajas y bolsas que usan para traerlos. Y atropellándose entre ellas, corren lanzando chillidos de tero asustado, como acostumbran a hacerlo desde que las han autorizado a jugar en la “casa embrujada”. La habitación que les permitieron usar es la más amplia, la sala que da a la calle, cuyas ventanas de madera lavada por los años y el abandono están protegidas con rejas que un antiguo herrero forjó a pulmón y esfuerzo. Tiene los techos muy altos, con unas vigas de algarrobo que han resistido más de un siglo desde su construcción y entre las que las arañas han establecido sus dominios con tranquilidad. Sus muros, de más de treinta centímetros de espesor, son de ladrillones enormes