FANTASMA


-¡Olor a vela! –grita una de las niñas.

-Sí, ¡olor a vela! -responden las otras cuatro como un coro que desentona porque se confundió el director.

-¡Junten todo! ¡Junten todo!  ¡Rápido, rápido! –ordena una de ellas.

Cada una se encarga de algo. En unos instantes ya han recogido sus juguetes en las cajas y bolsas que usan para traerlos.  Y atropellándose entre ellas, corren lanzando chillidos de tero asustado, como acostumbran a hacerlo desde que las han autorizado a jugar en la “casa embrujada”.

La habitación que les permitieron usar es la más amplia, la sala que da a la calle, cuyas ventanas de madera lavada por los años y el abandono están protegidas con rejas que un antiguo herrero forjó a pulmón y esfuerzo. Tiene los techos muy altos, con unas vigas de algarrobo que han resistido más de un siglo desde su construcción y entre las que las arañas han establecido sus dominios con tranquilidad.  Sus muros, de más de treinta centímetros de espesor, son de ladrillones enormes, asentados en barro. Esa fue la primera parte de la casa que don Gregorio Correa hizo edificar para su familia, en la última década del mil ochocientos. Lo recuerdo muy bien.

¡Bendito don Correa, que se le ocurrió hacer su casa tan cerca de la iglesia, para complacer a su mujer!  A la curia, que estaba a más de ciento cincuenta kilómetros de aquí, tuvo que ir para que le permitieran usar el terreno, que había sido parte de la quinta de los religiosos.  Un viaje largo y riesgoso, pero lo logró, para dicha de doña Felicitas y sus mozas hijas, tan apegadas a la oración.

Percibí que algo raro estaba sucediendo cuando llegaron todos esos hombres de vigorosos cuerpos, cuyos macizos brazos sostenían palas y picos con los que comenzaron a cavar cimientos. En ese momento tuve la ilusión de que al fin iba a poder saber cuál era la verdadera causa de que yo todavía estuviera aquí. Pero no tuve ningún tipo de iluminación, nada nuevo se me presentó.

Desde el día que la niña María Antonia fuera atacada arteramente por aquel maleante, yo me dediqué a rondar por la zona, hasta llegar a las orillas del río y quedarme tirado de cara al sol, en los arenales, tratando de mirar el cielo entre los haces de luz  que me enceguecían, intentando que me llevaran hacia el más allá. De cara al sol,  que me seguía produciendo la sensación de estar  quemándome la piel como cuando mi madre me enviaba con los cántaros a buscar agua para hacer las limpiezas en la casa mayor  de los Céspedes; o cuando la acompañaba a lavar nuestra ropa en la orillita, del lado en que el pasto bajaba y se internaba en el agua, para que las prendas no se llenaran de arena o barro.

Nunca voy a entender muy bien qué fue lo que pasó; que fuerzas tan raras confluyeron para que todo ocurriera así.  Tantos años fueron transcurriendo, tantos, tantos… sin embargo para mí fue un instante nada más. Una estrella descolgándose del cielo para  caer, así fue lo que me pasó. Si apenas si lo recuerdo, fugaz. 

Un rato después, aparecen las niñas, con una mujer.  Les habla con ternura mientras su ceño se debate entre la intriga y la risa. ¿Qué pueden temer? Ella y sus vecinas vigilan,  mientras toman mates cuchicheado los chimentos del barrio, en el frescor del patio, bajo la sombra de la parra.  Pero las cinco pequeñas siguen  inquietas, quieren recuperar los juguetes que han perdido en la desordenada retirada. Y los van recogiendo sin alejarse de la madre que se entretiene acomodando cajas y cachivaches viejos que han  permanecido amontonados en la casa y que las niñas desparramaran para jugar.

-Van a tener que ordenar todo o no las dejo venir más a hacer casitas acá. –Les dice.

-¡Nunca más vamos a volver, mami –responde una mientras cierran  y se van - hay olor a vela! ¡Seguro que hay fantasmas!

Pero vuelven, siempre vuelven.  Día tras día, a la misma hora de la tarde, después de la escuela, vuelven.  Desde hace meses ya.  Desde que la casa quedara deshabitada porque  la última familia que la alquilaba se fuera de un día para otro con una urgencia que no pudieron explicar. 

Recuerdo a la pequeña María Antonia.  La más bonita de las cinco hijas de los Céspedes.  Su cabellera oscura, apenas ondulada, era rebelde como ella,  por eso mi madre, que trabajaba en su casa, le hacía unas largas trenzas.  Pero ella prefería su cabello suelto, enredado, libre. Tenía el cutis blanco con un ligero rojizo en las mejillas. Y los ojos oscuros de pitonisa siempre estaban hurgando misterios en todo lo que observaba. Se movía sigilosa, como los gatos en el borde de los tejados. Y reía con fuerza hasta quedar sin aliento, por todo o por nada. Yo, que era algo mayor que ella, la seguía a todas partes. Tenía ese temor escondido en los huesos, de que algo malo le pudiera pasar y crecía en mí, cada día, la obligación impuesta por mí mismo de protegerla hasta con mi propia vida. Así me lo propuse desde que ella, por traviesa, casi se ahogara en la laguna una siesta que escapó de la tutela de las mujeres. Y yo, a riesgo de ahogarme también, me tiré a salvarla. Desde entonces, el mismísimo señor Céspedes, que adoraba a su hija, le decía a mi madre cada vez que me mandaba a trabajar: “Déjalo que cuide a la niña, que ya me la ha salvado una vez”

Hoy extraño el bullicio de las pequeñas, creo que las asusté demasiado con el olor a velas, no vendrán.  Descubrí por casualidad, después de tantas décadas de ver a la gente pasar y pasar, que una que otra persona podía llegar a percibir de mi presencia, una energía sobrenatural que la sobrepasaba  y la hacía temer.  Una vez, una joven madre, que recién había parido,  se quejaba por las noches de que la casa tenía ruidos extraños que no la dejaban dormir.  Solamente ella era capaz de captar el alboroto que yo armaba recorriendo la casa que me había apresado para toda la eternidad. Quedé consternado por esta situación, sin embargo, aunque intenté varias estrategias para comunicarme con ella, no lo logré.  Pero una noche en la que el chiquillo por fin se había dormido, ella desesperó por mi molesta presencia y sentándose en la cama, en la oscuridad, susurró con rabia, para no despertar a su párvulo ni a su esposo “¡Maldito fantasma del demonio, por qué no me dejás en paz!  Eso me dolió, porque yo no era ningún maldito fantasma y mucho menos del demonio.  Entonces mi furia se descontroló por primera vez e intenté darle un fuerte cachetón, sin esperanzas de lograrlo.  Pero en el silencio profundo de la noche sonó la bofetada que le dio vuelta la cara. El estupor fue mutuo,  ella quedó congelada por el pánico, se acomodó bajo las sábanas y le pidió al esposo que la abrazara porque tenía miedo. Yo quedé con mis energías devastadas por semejante impulso y con el alma perpleja por lo ocurrido, tanto que me recluí por largo tiempo en un profundo y oscuro rincón del sótano para tratar de entender qué me estaba pasando.

Me aburro sin las niñas. Creo que me acostumbré a ellas. Las extraño cuando, asustadas por el olor a vela, dejan de venir por unos días.  Entonces me propongo no impresionarlas más, pero el hecho es que en verdad no puedo controlar ciertos aspectos energéticos de mi situación.  He podido comprobar que cuanto más cercano me siento a los acontecimientos y experiencias de las niñas, a sus inquietudes, emociones y cambios, que me agobian desde lo profundo de mi osamenta, más penetrante se vuelve el olor que se genera desde mi intuición sobrenatural.  El olor a velas.  Recuerdo el olor a velas.  Para mí no era símbolo de espanto, sino cercanía de amor, de amor maternal y puro. Hace tanto tiempo ya que extraño esa sensación.

Algo raro sucede de nuevo, la casa quiere mutar.  Varios hombres han venido a poner sus manos en ella. Trabajan aquí y allá.  Unos rompen, otros arreglan.  Unos acomodan, otros pintan.  El trajín es intenso. Las niñas no vendrán.  Intuyo que pronto no volveré a verlas más. Me duele.  Me duele la más alta, la de cabellera oscura y mirada de pitonisa. Me duele la que se parece a Antonia. Mi osamenta me dice que la debo proteger. Como antes, como aquella vez. La eternidad me lo exige. Lo sé.

“¡Niña María Antonia! -le grité-  vuelva, vuelva!.” Pero María Antonia no era fácil de convencer. Siguió corriendo hacia los árboles que bordeaban esa parte del río, cerca de la casa mayor.  Había vuelto a escapar de las letanías de la siesta, de la modorra de las mujeres que la vigilaban.  Trepar árboles era su diversión, quedarse mirando el cielo de espaldas en la arena, rodar entre la hierba, atrapar mariposas, alejada de sus hermanas, disfrutando su soledad.

Yo permanecí distante, observándola. Mis huesos me decían que la cuidara.

Repentinamente la escuché gritar. Un hombre mal vestido y sucio, de aspecto aterrador, se le acercó sigilosamente y la sorprendió. Corrí con ímpetu hacia ella, que forcejeaba con el sujeto tratando de escapar. Él le pegó un puñetazo en la cara y la lanzó hacia un costado. Se tiró sobre ella y comenzó a jalar de su ropa con fuerza, mientras le tapaba la boca para que no gritara.

Junté un palo y lo golpeé en la cabeza con todo el impulso de mi cuerpo, hiriéndolo. Quedó aturdido por un momento, el suficiente para que María Antonia pudiera huir.  “¡Corra, corra!”-le grité- y la vi escabullirse en dirección a la casa a toda velocidad.

El hombre reaccionó y de un golpe me lanzó lejos. Yo sabía quién era, lo había reconocido. Intuyendo que lo podía delatar, sacó un facón de su cintura y se abalanzó sobre mí hundiéndome el arma en la panza para después darse a la fuga sorteando matorrales.

Sentí un ardor penetrante que reventó en sangre. Mis manos apretujaron mi abdomen para parar el borbotón. Caí lentamente sobre el pasto y los cadillos. Y sentí que los huesos se me aflojaban abandonando toda tensión. Ya la urgencia de proteger a María Antonia me había abandonado. Apenas si podía pensar en que me abrazara fuerte mi mamá.

Cuando llegó el patrón don Céspedes con sus hombres, solo un suspiro me quedaba.  Atrás venían las mujeres gritando y sollozando. Mi madre lanzó un atroz aullido de loba con una herida mortal y se tiró sobre mí para abrazarme fuertemente tratando de retenerme.  Miré sus ojos desquiciados y le dejé mi cuerpo para que la consolara de su dolor.

Cerca de la iglesia me enterraron. Un pozo profundo contuvo mi osamenta y una cruz de madera en la que tallaron mi nombre, señalaba el lugar en el que deambularía por toda la eternidad. La muerte era algo extraño, estaba tan cerca de todos y todos… tan lejos de mí.

Con el pasar de los días mi madre comenzó su ritual.  A la hora de la siesta, cuando las torcazas comenzaban su arrullo de plumas, ella venía a visitarme y encendía quince velas para mí. Una por cada año que viví.  Luego, caía en un trance profundo y sollozaba oraciones para que mi alma tuviera paz.  Yo la observaba desde lejos y acompañaba sus pasos cuando al caer la tarde regresaba a la casa mayor.  Las velas se iban consumiendo y su olor penetraba mi esencia como si fuera un bálsamo con el que todo mi cuerpo aliviara su dolor interminable. Así fue hasta que ella ya nunca más volvió. Pasaron dos décadas en las que deambulé libremente por la zona, hasta que el bendito don Correa comenzó la construcción, que fue una jaula para mí, pues mi osamenta, que aquel profundo pozo supo contener, quedó atrapada bajo el piso de la primera habitación.



Es de tarde y regresan las niñas. Su alboroto me hace reaccionar y me saca de mi letargo.  El ruiderío de los hombres trabajando me había confinado a aquel oscuro rincón donde me recluyo a pensar cuando no estoy de gran humor. Las niñas se encierran en la sala y comienzan a armar sus casitas de juego mientras la charla las anima. Acunan a sus muñecas cual si fueran hijos de verdad. Preparan comiditas de mentira y simulan compras y ventas, enfermedades y remedios, una vida familiar. Se inventan nombres e historias como si fueran actrices en el teatro.  “María Antonia me llamo yo” –dice la niña alta de ojos de pitonisa.  Y mi alma entiende al fin el sentido de este permanecer sin saber por qué.

-Voy a buscar más juguetes. –dice María Antonia- enseguida vuelvo. Y sale de la antigua habitación cerrando la pesada puerta- Pongan la tranca, que yo golpeo  al regresar.

Las otras niñas siguen con sus actuaciones de juego tan entretenidas que no perciben que el tiempo pasa. Pero yo sí, mi osamenta me dicen que algo está mal. Y sigo -como antes a  María Antonia- a la niña de hoy.

El plomero ha regresado para terminar los últimos arreglos. Está trabajando en el baño cuando la ve. La llama por su nombre y la niña no teme porque lo conoce. Le tapa la boca y la arrincona contra la pared. Le sube la remera con la estampa de osito y la manosea. Puedo sentir el terror que emana de todo su cuerpecito frágil y solo tengo una  opción. Un espíritu mucho no puede hacer. Pero cuatro niñas ruidosas sí.

Vuelvo a la habitación y rondando desde arriba hasta abajo, por todos los costados, impregno el lugar con el olor a velas que tanto temen las chiquillas.

 -¡Olor a vela! –grita una de las niñas.

-Sí, ¡olor a vela!  -gritan las otras-¡Corran, corran!

Abren la puerta de madera tallada e irrumpen a los chillidos agudos que se expanden por toda la casa, provocando una escena de caos.

El hombre se sobresalta y la pequeña escapa gritando también.

El olor a vela se convierte en un denso manto de humo gris, que le  nubla la visión haciendo que deambule por la casa embrujada a los tumbos y sin control. Le impregna los pulmones hasta que se desvanece en el medio de la sala. Lo observo desde lo alto y espero.

Tiempo después, aparece la policía. Atrás, escandalizadas, las mujeres se acercan con temor seguidas por las niñas que se prenden a sus polleras tratando de esconderse.

-Es él –confirma la madre- ¿qué le pasó? -pregunta al verlo inconsciente en el medio del salón.

Todo terminó.

La eternidad es mi destino. La casa me liberó.








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