LA VITOCA
Mecha sabía que ya era el momento. Era la quinta vez que estaba por parir y justo los agarraba en la isla. Sería como con el segundo. Los otros nacieron en la ranchada. La Vitoca pegó el primer alarido después de llenar sus pulmones de aire. El tape Redentor, su padre, alcanzó a agarrarla antes de que cayera al suelo. Cortó el cordón con el cuchillo que llevaba para limpiar y despostar los animales que cazaba o pescaba. Con un pequeño trozo de tripa seca de sábalo le ató el ombligo y se la entregó a su mujer, que la arropó con lo poco que tenía y la prendió a la teta para que dejara de llorar. Los otros pequeños dormían en un nido de hojarasca y mantas hilachentas. El bendito que habían armado apenas los protegía de la escarcha que se formaba sobre el ramaje. Amontonados cerquita del brasero con un tizón encendido, aguantaron la larga noche de frío. –¿Respira? –le preguntó el muchacho a su mujer, cuando ya el sol se colaba por el follaje. –Sí –contestó Mecha. –¡Buena sangre tie