LA VITOCA

Mecha sabía que ya era el momento. Era la quinta vez que estaba por parir y justo los agarraba en la isla. Sería como con el segundo. Los otros nacieron en la ranchada.

La Vitoca pegó el primer alarido después de llenar sus pulmones de aire. El tape Redentor, su padre, alcanzó a agarrarla antes de que cayera al suelo. Cortó el cordón con el cuchillo que llevaba para limpiar y despostar los animales que cazaba o pescaba. Con un pequeño trozo de tripa seca de sábalo le ató el ombligo y se la entregó a su mujer, que la arropó con lo poco que tenía y la prendió a la teta para que dejara de llorar. Los otros pequeños dormían en un nido de hojarasca y mantas hilachentas. El bendito que habían armado apenas los protegía de la escarcha que se formaba sobre el ramaje. Amontonados cerquita del brasero con un tizón encendido, aguantaron la larga noche de frío.

–¿Respira? –le preguntó el muchacho a su mujer, cuando ya el sol se colaba por el follaje.

–Sí –contestó Mecha.

–¡Buena sangre tienen mis críos! –dijo mirando a su prole que se desperezaba.

Todo se hizo como ellos acostumbraban. Él bañó a la recién nacida en la orilla, con el agua turbia y helada del río San Javier. Un carpincho, dos garzas y una familia de teros fueron testigos del ritual.

La Señora de la vida y de la muerte, que siempre ronda por estos parajes buscando almas ruines para enviar al infierno y almas nobles para distribuirlas en el cielo, le lanzó su red para atraparla. Pero la Vitoca se coló por sus agujeros y le hizo morisquetas al destino. ¡Buena sangre tiene! –reconoció doña Vida y se retiró sonriendo.

Victorina fue el nombre que le eligieron cuando el cura fue a verlos para decirles que había que bautizar a la niña. Ya habían regresado a la ranchada cerca del pueblo. Era hacer varios pasos y estar al borde de la barranca, donde el río hacía remansos peligrosos.

El Redentor tomó a la pequeña de sus piecitos y la arrojó a la correntada.

–Así bautizamos nosotros. –Sentenció.

Otra vez la Señora le tiró sus redes, pero la atraparon antes unos pescadores que salían a mariscar en una canoa.

–¡Lo voy a denunciar, salvaje! –gritó el padrecito desesperado. De qué valdría.  Corría el año 29 y el comisario seguro tenía preocupaciones más importantes que el destino de una pequeña. Y Redentor tenía más entradas a la comisaría por borracho que por no cuidar de sus hijos a quienes hubiese protegido con su vida a pesar de los ritos que practicaba.

La Señora de la vida y de la muerte se olvidó pronto de ella. Ya vendría algún día a buscarla y la atraparía.

Desde su niñez la Vitoca recorría la distancia que separaba la ranchada del pueblo y luego allí, todas sus calles ofreciendo pescado fresco, manta de carpincho, patos silvestres, miel o huevos.

Parió a su primer hijo a los catorce años. Caminaba por el patio, bajo los árboles, agarrándose las caderas, torciéndose ante cada contracción. Ya de noche llegó doña Gorda, la comadrona, con una botella de caña a mano y le ofreció un trago para aguantar el dolor. Pero ella no aceptó.  Para cuando el crío comenzó a asomar, la doña ya estaba tirada en un camastro roncando como si tal. Y encima atravesado se presentó el muchacho. El tape Redentor la llevó en un carro hasta el hospital. La partera hizo lo que pudo sin mucho entusiasmo, la cosa venía mal. Casi desahuciada por el esfuerzo y el sufrimiento, la Vitoca largó el niño como si fuera un misil. Al día siguiente, volvió a su casa más pálida que una hoja de papel escolar y con apenas fuerzas para darle de mamar a su hijo que había pesado más de cinco kilos.

Doña Mecha la alimentó por días con sopa de caracú, chupín de moncholo y guiso de bandurria con polenta. Una semana después, la Vitoca volvió a hacer su recorrido para vender pescado en el pueblo, llevando al hombro, como siempre, dos caballetes y una caña con los amarillitos, sábalos y demás piezas, colgando de los ganchos.

Esta vez el cura bautizó al niño. Y a él le siguieron otros diez, uno tras otro los largaba cada vez con más facilidad.

La gran creciente la encontró con los críos más pequeños en la isla. El agua rápidamente ganó todos los bajos. En la loma, el rancho de la Vitoca aguantaba aferrado a los horcones, las inclemencias del clima y las angustias de la mujer. Arriba de un algarrobo armó un nido para dormir con los chicos, para evitar las picaduras de las alimañas que también trataban de salvarse del agua. Más de un mes tardaron en poder llegar al lugar y rescatarla. Sobrevivió cazando y pescando cualquier bicho que se acercaba por allí, hirviendo raíces y huevos, haciendo infusiones con yuyos, comiendo miquichices.

La Vitoca volvía a su casa al atardecer, después de vender el pescado y hacer la provista con lo que había ganado. Un día sintió en el tobillo un golpe. La yarará se desplazó lentamente después de que ella levantara el pie para ver qué le había pasado. Los dos puntos de la mordedura se veían claramente. Se apresuró para llegar a la ranchada, pero faltaba un largo trecho aún.  Uno de sus muchachos la encontró desvanecida. Don Olegario, el curandero, le hizo un tajo y chupando la zona enrojecida con todas sus fuerzas intentó sacar el veneno.  El pie se hinchó tanto que parecía que iba a explotar. La fiebre la hacía delirar. Su estado empeoraba cada vez más. Los emplastos de grasa de iguana y laurel negro se cambiaban hora tras hora.

La Señora de la Vida y de la Muerte la observó al pasar por ahí. “Es indudable. Buena sangre tiene esta mujer”, –dijo y se fue a tirar sus redes a otro lugar–.  “La llevaré la próxima quizás”.

Ocho décadas pasaron sin pedir permiso ni opinión. La Vitoca caminaba lento y el pueblo parecía cada vez más difícil de alcanzar acarreando el pescado para vender. Una carretilla resultó ser el alivio para su pesadez. Pero la obligaba a inclinarse hacia adelante para impulsarla, agudizando sus dolores de espalda.

Salía al clarear el día y su recorrido por las calles del pueblo era todo un ritual. Sus clientes la esperaban para comprar pescado fresco de buena calidad. Y volvía a su rancho con lo suficiente para sobrevivir. Al atardecer, mateaba bajo un viejo algarrobo, frente al río, mirando las islas. Y las noches la encontraban cerca de la orilla, soñando con andar por el camino que la luz de la luna formaba sobre el agua resplandeciente de su río.

–¿Qué hace esta mujer aquí? –se preguntó una de esas veces la Señora al verla así. Y se sentó a su lado a meditar–. Buena sangre. Sí, buena sangre. –Pensó.

Aquella mañana la Vitoca emprendió su viaje. Se calzó su sombrero de paja y empujando la carretilla llena de pescado fresco partió hacia el pueblo a vender.

A medio camino la Señora de la vida y de la muerte la alcanzó. Arrojó su red y envolviéndola la lanzó hacia el cielo con un movimiento secular.

–Esta vez sí. –Dijo.

Y allá va la Vitoca con su carretilla llena de surubíes, sábalos, moncholos, amarillitos y dorados, vendiendo pescado fresco a los ángeles, por los caminos del cielo dibujados entre nubes de algodón.



María Laura Ruggia








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