LUNA
Cayó la noche. Su cuerpo tembló de frío y
sintió que los músculos de la cara se le tensaban. Apretó los puños y lanzó al
aire golpes fuertes. Sabía que su destino sería errante después de lo que
estaba haciendo. Pero había encontrado el hilo que la llevaría al final del
laberinto y solo tenía que salir de ahí.
No esperó más, repitió los golpes hasta que
dio con algo que le puso resistencia, entonces insistió tanto que rompió por
fin los últimos vestigios de la prisión que había doblegado su voluntad y la
había retenido.
Vio por una rendija una luz que la
encegueció. Una luna gigante brillaba con una intensidad inusitada. «La
superluna del aromito. Despertará la iguana.» —pensó. Un aullido aturdió su
cabeza. Sintió sus piernas moverse sin saber muy bien qué
hacer. Intentó coordinar sus pasos hasta que marcaron un ritmo
atolondrado y corrió. Corrió sintiendo resonar sus pies descalzos
por senderos de tierra firme y por el pasto reseco.
El rocío del amanecer le humedeció el cabello
que caía desparejo sobre su rostro y poco a poco un reflejo frío bajó por sus
brazos que se movían acompañando el balanceo del cuerpo. Miró sus
manos, las sintió tibias y pegajosas. La sangre se resecaba entre sus
dedos.
Pensó en la luna, viajera incansable, que se
cree libre en ese cielo negro, espeso, inabarcable, sin darse cuenta de que es
una prisionera eterna en un círculo vicioso, atada a la Tierra, sin poder
elegir para dónde ir. La superluna, que brilla tan arrogante con luz prestada y
se acerca inocente o sumisa a besar a su carcelera. Estéril, opaca, cautiva por
toda la eternidad.
Pensó en ella misma, una luna prisionera
también. Pero ella lo había hecho. Ella había vencido al fin la fuerza que la
tenía presa y se alejaba, suelta y sin rumbo, hacia la nada.
Levantó la vista y las nubes abría caminos en
el cielo. Pero la luna seguía allí.

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