LA TORRE


Supe que algo pasaría el día que mi padre recibió al novio de Gloria.

La cara de mi madre cambió desde que ellos empezaron a hablar de casamiento. Gloria apenas si llegaba a los 16 y su amado era bastante mayor.

Día tras día sus nervios descontrolados la pusieron histérica. Ella, tan serena para todo, en poco tiempo no soportaba una risa, lloraba de la nada y hasta un día, en uno de sus momentos de rabia, le arrojó a mi padre la tabla de picar que tenía en las manos. El pesado trozo de madera de algarrobo pegó en el marco de la puerta y se partió al medio. Papá quedó pálido. Recogió los pedazos, con la boca abierta, desconcertado.

–Qué te pasa loca, –le gritó–. Me querés matar o qué. –Ella sin retroceder en su delirio, lo miró, así como seguramente miran los asesinos a sus víctimas y le dijo, “te lo merecerías hijo de puta”.

Gloria y yo parecíamos las estatuas que había en la plaza. Inmóviles del susto nos arrinconamos detrás del aparador grande, esperando la violenta reacción de él, que dejó los restos de madera sobre la mesada y se fue.

–Qué pasa, –le pregunté a Gloria. Ella levantó los hombros y negó con la cabeza.

–Seguro que se mandó alguna cagada –me dijo–, por eso ella anda tan enojada.

La abuela Juana la abrazó y ella se largó a llorar.

–Hija, que tenés, –dijo.

–Y qué te parece –le gritó–, vos sabés muy bien por qué estoy así.

Ese día se encerró en la pieza hasta la noche. La abuela había hecho un guiso con el último trozo de carne que quedaba y ya todos sentados a la mesa, la esperábamos para comer.

–Mañana voy a ir a lo de Mecha a pedirle el vestido –dijo y nadie respondió. Comimos en silencio. Solo se escuchaba el ruido de las cucharas raspando los platos enlozados tratando de atrapar hasta el último arrocito que quedaba boyando en los restos de la salsa aguachenta.

Fue en ese momento cuando en mi mente de niña había empezado a crecer la idea de construir la torre.

La torre era un lugar seguro. Era oscuro. Gris. Húmedo y frío también. Pero era seguro.

Noche tras noche, en el silencio de la casa tenebrosa, cuando todos dormían, construía la torre firme. Ladrillo a ladrillo. Piedra sobre piedra. Corazón partido en rígidos pedazos de roca impenetrable. Una gran torre en mi mente. Alta, tan alta que pudiera llegar a las nubes, que tocara el sol.

La torre fue creciendo. Creciendo como crecen en el monte las enredaderas silvestres de campanillas azules. Poco a poco se elevan entre las ramas de los árboles hasta cubrirlos por completo. Hasta crear para ellos una impenetrable fortaleza que parece asfixiarlos. Pero no. Adentro de la cápsula verde azulada los arbustos crecen fuertes y seguros. Camuflados. Escondidos. Pasando desapercibidos. Ignorados. Dormidos. Latentes. Siempre latentes como los miedos. Hasta que algún día, por algún motivo, la fortaleza cae y se los puede ver ahí, donde estuvieron viviendo, respirando.

Los cimientos de la torre se arraigaron en mi cabeza aquella noche de noviembre. Hace más de veinte años. Aquella noche antes del día de la boda de mi hermana. Nunca supe si ella realmente sabía lo que era el amor. Pero estaba tan ilusionada que de un día para otro todos en la casa terminamos enganchados con los preparativos del  casamiento.

Madre. Mi madre. Nuestra madre había recuperado el traje de novia. Y aunque estaba un poco deslucido y ajado, Gloria lo tendría que usar. No quedaba otra. Así había sido y así seguiría siendo. La miseria es la mejor maestra cuando se trata de ahorrar y en casa no había un peso ni para el pan.

El vestido blanco. Blanco amarillento. Blanco sucio. Blanco viejo. El mismo vestido de siempre. De todas. De madre. De la abuela. O de alguien que lo usó antes. Pasado. Prestado. Reciclado. Anclado ahí, en el ritual, por fin apareció. Fue la misma tía Mecha quien lo trajo y se lo entregó a mi madre. 

–¿Por qué no le comprás uno nuevo? –Le dijo–. Esta puta tradición tiene que terminar de una vez –tiró, mientras miraba a mi padre de una forma tan rara que me hizo sentir escalofríos.

Sí, pensé. Habíamos visto con Gloria unos vestidos tan lindos en una vieja revista “Para ti” que tenía la abuela. Entre las dos seguramente le podrían haber hecho uno hermoso. Pero claro, y la tela quién la iba a comprar. Tenía razón mamá, para la tía todo era fácil, porque no tenía que preocuparse por ver qué mierda tirar a la mesa para que comieran esas bocotas, que eran justamente las nuestras.

Después de que Gloria se midiera el vestido y con la ayuda de la abuela y Teresa, la vecina, lo acomodaran otra vez, mamá pareció volver a su calma natural. Al menos, una resignación incómoda la había poseído y su mansedumbre habitual volvió a traer paz a la convulsionada casa.

Esa noche ella fue hasta donde dormíamos las dos. Entró apenas haciendo un leve ruido con sus chancletas viejas.  Habló a Gloria y le hizo señas para que no hiciera ruido. No quería que yo me despertara.

Por miedo a que otra vez la furia se le desatara, me acurruqué en mi cama viendo lo que hacía.

Con el cepillo verde que una amiga le había regalado a Gloria le desporró el pelo. Su largo cabello lacio y suave se le escapaba entre los dedos cada cepillado.  Después le hizo un rodete y se lo aseguró con una colita. Le dijo que se levantara y cuando estuvo parada frente a ella, se agachó y le sacó el calzón. Le dejó el remerón que le cubría apenas el culo.  Gloria quiso protestar y ella le tapó la boca y la llevó de la mano, atravesando la casa en la oscuridad, hasta la pieza de nuestro padre. 

Ella intentó negarse, no entendía qué estaba por pasar. Madre la apretó. Le clavó una cachetada y la metió ahí. La puerta se cerró con llave, para que no pudiera huir, para que nadie interrumpiera el ritual.

Y se fue a la galería. Se hincó de rodillas ante la imagen de la virgen que había en un altarcito, cerca de la puerta de entrada y le rezó. Le rezó para que todo saliera bien. Porque seguramente ella sabía que así debía ser.

Gloria gritó. Lloró. Suplicó. ¿Por qué, papá, por qué?

–Sos mi hija, pimpollito –dijo– y no podés estar con un hombre antes de que te pruebe yo.

Gloria corrió a la puerta. El grito me penetró los oídos como un taladro. Llamaba a mamá, pero ella no fue.

Sombra entre las sombras, fui hasta allí y quise abrir, pero no pude. Esa miserable mujer me cazó de los pelos y me arrastró hasta la galería. De un empujón me tiró de rodillas, frente a la imagen de la virgencita.

–Rezá, –me dijo– rezá que un día te va a tocar a vos.

Y yo recé.  Recé con toda mi alma. Recé con un fervor que me salía por los poros. Recé hasta que se me erizaron los pelitos de los brazos. Recé hasta que el lucero apareció.

La puerta se abrió y Gloria salió llorando. Se abrió la puerta y Gloria ya no era Gloria. Era su sombra.

Corrí detrás de mi hermana. Ella que tan feliz estaba por el casamiento ahora parecía una muerta que se había escapado de algún cementerio. Se sentó en su cama y abrazando sus rodillas, apoyó su cabeza sobre ellas. 

–¿Qué pasó? –le dije. Y eso fue suficiente para que largara el alma con una cascada de lágrimas. Le vi un hilo de sangre entre las piernas. Me asusté. Me asusté tanto que los labios me temblaban.

Fui a la galería a buscar a mi madre. Al pasar por la pieza se sentían los ronquidos estrepitosos de mi padre que ya se había entregado al descanso, tan tranquilo después de lo que le había hecho a Gloria.

Mamá se acercó a mí hermana. Con las dos manos le levantó la cara roja y humedecida por las lágrimas. “Ya pasó, le dijo, ahora está todo bien”. 

Por primera vez vi en los ojos de Gloria esa mirada furiosa que no tardó en desaparecer. A mi madre la descolocó ese gesto. Se paró y le pegó tan violentamente una cachetada que hasta yo me quedé sin respirar.

“Puta”, le gritó y se fue a dormir con mi padre. Trepé a la cama y nos abrazamos con la misma angustia atravesada como una lanza en nuestros pechos. Ella por lo que nuestro propio padre le había hecho. Yo, por lo que presentía que me podía pasar.

Así comenzó mi niña a construir la torre donde esconderse del monstruo que cada noche, en sus sueños, la despertaba para peinarle su largo cabello sedoso y llevarla a la pieza de papá. En la torre alta se escondía de las pesadillas, de padre, de madre; de la maestra que de un tirón de oreja la volvía a la realidad del salón de clases cuando su mente se perdía por ahí; de sus compañeros que se reían discretamente de sus zapatillas viejas y su mochila gastada y hasta de Gloria con sus ojos grises que habían dejado de brillar desde aquella noche, desde que mamá se la entregó a mi padre y le gritó que era una puta.

Una puta. Una puta de mierda. Puta rastrera. Mugrienta. Mala mujer. Prostituta. Loca reventada. Eso y tanto más le decía su marido. Gloria fue un trapo. Un despojo. Una bolsa de boxeo con la que él practicaba su fuerza y le demostraba su poder. Su miserable poder.

Dos años después, Gloria apareció flotando en un recodo del río, cerca de la barranca donde se alzaba, tenebrosa por su decadente estado, nuestra casa familiar. Su cara estaba desfigurada por los moretones. Su cuerpo leve, deformado por las palizas, enfundado en el antiguo vestido de novia despedazado y a girones, derivaba ahora tranquilo entre algunos camalotes floridos, escoltado por un cardumen de mojarritas plateadas que brillaban con los rayos del sol.

En la lúgubre casa, creció por las paredes una sombra pegajosa. Venía del fondo de la tierra. Salía por los cimientos y avanzaba lentamente. Yo la vi. La toqué y se me pegó en los dedos. Y se me metió por debajo de las uñas. Y corrió por mi sangre.

Tuve miedo. Quise llorar. La garganta se me cerraba. No podía respirar. No aguanté más y largué un aullido pesado, húmedo, que me salió desde muy adentro, raspándome el pecho.

La tía Mecha me acarició los cachetes con la misma ternura de siempre. Creo que ella realmente nos quería, que sufría por Gloria, aunque no intentó ayudarla jamás.

–Ya es hora de que se termine esta puta costumbre –dijo–, a vos no te va a pasar.

Un débil sentimiento de tranquilidad me empezó a calmar, hasta que vi a mi padre observándonos.

Él se acercó a mí. Me rodeó con sus brazos gruesos y peludos y me apretó contra su barriga gorda, que -según la abuela Juana- le crecía día a día de tanto beber porrón. Me besó en los labios y me dijo “Pimpollito, pimpollito mío, en esta casa no se llora. Y menos por una mala mujer”.  

Esa noche no dormí ahogando en la garganta las ganas de gritar. El corazón me latía borboteando, como cuando el agua hervía en la olla grande que usaba la abuela para hacer las sopas. Y explotó. Explotó, piedra al rojo vivo que se deshizo en brasas ardientes. Ahí comenzó mi niña a esconderse del dolor en la torre alta, alta. Tan alta que llegaba al sol y la salvaba de la sombra maligna que se le había metido en la sangre ese día. El día que Gloria murió.



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