LA NIÑA PÁJARO

Rosina jugaba en el jardín cercado por racimos de glicinas que colgaban de una pérgola.

Rosina extendía sus brazos y, aleteando de arriba hacia abajo, corría en círculos por el patio de tierra, encaraba hacia la huerta y revoloteaba alrededor de la pollera fruncida de la abuela China. Ella se metía entre los surcos de las verduras recolectando lo necesario para cocinar, en el delantal abullonado como la bolsa de un canguro.

Rosina era una niña delicada y fragante de ciudad, que se volvió pájaro en el campo. Aprendió a jugar al aire libre de la mano de la nona y a trepar, ayudada por el nono, a las ramas altas de los árboles donde armaba un nido suave con las plumas robadas al plumero de doña Inés.

—Si esta niña sigue aleteando en cualquier momento se irá volando –rezongaba la señora, mientras desempolvaba los muebles del comedor con el plumero semipelado o barría el patio de tierra con una escoba armada con yuyos del campo.

—Rosina —gritaba su madre llamándola—, mi niña, mi pequeña, mi pajarita. —Y Rosina, con sus bracitos en vuelo, corría hacia ella y se le prendía a la falda abrazándola.

—Rosina —gritaba su padre—, dejá de andar revoloteando por ahí y ayudame a alimentar a las gallinas. —Y Rosina escondía las puntas de sus alitas en los bolsillos de su vestido florido y recorría el gallinero para jugar con las gallinas mientras su padre les daba de comer. Con saltitos cortos, se mezclaba con los pollitos y las gallinas le dejaban a sus pies alguna lombriz o algún gusanito, convencidas de que era una más entre ellos.

Los primeros en acercarse a juguetear con Rosina fueron cuatro gorriones. Durante el día, sobrevolaban el patio buscando alimento para sus pichones y al atardecer se escondían entre el follaje del ficus, que imponente se erguía cerca de la entrada a la huerta. Después de unos días, la bandada de gorriones creció tanto que los muy inquietos invadían todo el lugar y metían alboroto con sus chillidos, hasta que la noche caía y se iban a dormir entre los árboles. 

Las palomas, acarreando ramitas, plumones y pastos, armaron sus nidos entre las vigas del techo de la galería. Ahí instalaron un verdadero conventillo plumífero. La nona encontró motivos reales para quejarse, ya que ni siquiera podía sentarse a matear tranquila porque, de golpe, le caía una lluvia de cacas, las cáscaras de algún huevito o hasta algún pichón inquieto que se escapaba del nido para jugar con Rosina.

Todo el monte, que a lo lejos rodeaba la granja, conocía la historia de la niña pájaro y nadie quería quedar fuera de ella. 

Los teros hicieron sus nidos en la huerta para estar más cerca. Sabían que la abuela China no los iba a molestar.

Dos cuervos, con miradas perversas y aires de señores importantes, vestidos de negro, seguían a Rosina por donde anduviera, hasta que, exhaustos, se posaban en el tejado de la chimenea y vigilaban todos los movimientos del lugar. Los caranchos, con sus portes autoritarios, caminando a paso militar, resultaron los mejores aliados a la hora de cuidar a la pequeña. Y una familia de lechuzones blancos que vivía en la palmera más alta del lugar se anotó de centinela.

Cardenales, tacuaritas, jilgueros, cotorras de parla interminable, calandrias, tordos, naranjeros, zorzales, benteveos, carpinteros, pirinchos y caseritos formaron parte de la increíble comunidad que invadió la granja atraída por la ingenuidad y la alegría de la niña, que trinaba como ellos y que quería aprender a volar.

–Rosina, tengo una sorpresa para vos. –le dijo casi en secreto Raúl. Desde que todo este lío de aves había crecido tanto, el abuelo Aurelio lo había contratado para mantener limpio y decente el lugar. Raúl amaba los pájaros y sabía imitar el canto de varios de ellos con sus silbidos. 

La niña lo escuchaba con el oído atento de un crítico musical. Después de que terminaba de silbar, le sonreía con dulzura, solo para que se sintiera feliz porque sabía que esos sonidos desentonados no se parecían a ningún trino. Únicamente ella silbaba y todos los pájaros la entendían.

—¿Qué sorpresa? —quiso saber Rosina. Era la hora de la siesta y hasta las aves parecían dormir. Había que aprovechar esa calma que imponía el calor del verano para poder limpiar con más tranquilidad.

—Ya te cuento, —le dijo mientras baldeaba la amplia galería acarreando agua desde el estanque del molino. A los dos los unía una pasión, el amor por las aves, que en la granja abundaban como en ningún otro lugar. Raúl había aprendido a disfrutar de su trabajo, a pesar de pasarse los días recogiendo la mierda de las palomas y demás bichos, porque nunca había visto tantas especies juntas, conviviendo en total armonía con la gente. Eso era suficiente para que él fuera feliz.

Todo debía estar limpio y ordenado para cuando doña China se levantara dispuesta a matear. Desperezándose, aparecía en la puerta, con el cabello revuelto y el sueño todavía colgado en él. Llenaba con agua fresca de la bomba una palangana enlosada, con flores de cachaduras, y se lavaba la cara y el pelo, que luego volvía a tejer en una trenza cada vez más blanquecina y sutil. Alisaba con las manos su vestido arrugado, se colocaba el delantal y se instalaba a esperar con el mate a todos los demás que, poco a poco, iban regresando de la siesta, mientras Rosina jugaba en el patio rodeada de sus pájaros.

—Vení, pajarita —le dijo Raúl—, ya terminé de limpiar.

—¿Y la sorpresa?

—Ssssh —le indicó con el dedo apoyado en los labios–, es un secreto entre los dos.

Los cuervos, que vigilaban desde lo alto del tejado, se pusieron en alerta. Sus sentidos estaban siempre atentos, aunque se hicieran los dormidos. Con suaves graznidos mandaron mensajes secretos al ejército de guardianes de la niña. Un imperceptible murmullo animal se expandió por el patio sin que los humanos lo pudieran percibir.

Raúl se lavó las manos con el agua de la bomba. Sonrió. Rosina levantó sus bracitos y empezó su aleteo imperfecto, practicando como los pichones de alas apenas emplumadas que quieren apurarse a volar. Los cuervos se tranquilizaron y volvieron a esconder sus cabezas entre el plumaje para seguir durmiendo. Los lechuzones persistían en el profundo sueño diurno que les permitía recuperarse para la noche de andanzas. Sólo los caranchos marcaban el paso detrás del galpón.

—Vamos —le dijo Raúl.

—¿Adónde?

—Al galpón.

—¿Para qué?

—La sorpresa, —pajarita abrió sus enormes ojos con curiosidad—. Atrapé un pajarito muy raro. Te va a gustar porque acá no hay ninguno así. Lo tengo en una jaulita en el galpón.

—En una jaula. ¿Por qué?

—Después de que lo veas, lo podrás soltar —le dijo.

—Bueno, vamos.

Él la agarró de la mano. Cuando sus bracitos quisieron aletear, la apretó más. Rosina silbó bajito, con trinos de colores. Azules. Verdes. Amarillos. Rojos.

El galpón del abuelo estaba detrás de los paraísos que habían florecido blanco azulados. Ahí buscaban el fresco amparo al intenso calor los pájaros del monte. Cientos de ojitos vivaces se perdían entre las hojas cubriéndose de los rayos de sol.

En un lugar algo oscuro, cubierto por la sombra del viejo tractor Pampa que aún conservaba el abuelo, la arrinconó.  Se desprendió el cinto y se bajó el pantalón. Se agarró la pija con una mano y frotándola se le paró.

—Acá está el pajarito —le dijo—. Es tuyo. Besalo.

Rosina intentó retroceder, pero con unos pasos quedó atrapada contra la pared. Se puso pálida y empezó a temblar. El olor del hombre, tan desconocido para ella, le hizo doler la panza y le dieron ganas de vomitar. Empezó a hacer arcadas. A él no le importó y le apoyó la mano en la cabeza, presionando suavemente para acercarla, tratando de que le besara su pene erecto.  La niña lanzó un graznido agudo y lo pateó. Él le rozó los labios delicados, que estaban blancos del susto, con la punta de la pija. Se la fregó por todo el rostro aterciopelado. "Dale, hija de puta, besalo, le decía, apretándola contra la pared, si a vos te gustan los pajaritos y este pajarito es tuyo, chupalo, dale."  

Rosina chilló estrepitosamente. Teru, teru, teru, gritó pidiendo ayuda de la única forma que conocía. Con sus frágiles brazos, alas poco emplumadas, trataba de defenderse. Armó sus pequeños puños para golpear, arañó apenas con sus dedos transparentes, de pichón que todavía no había salido del nido.

Las lechuzas, que anidaban en lo alto del techo, despertaron de su letargo, se lanzaron en picada sobre él y lo atacaron. Rosina pudo escapar, con sus brazos hacia arriba, a la defensiva. Así había visto que hacían los teros para defender a sus pichones del peligro.

A los tropezones salió del galpón y chilló pidiendo auxilio en el idioma de los pájaros.

—¡Vení, pendeja de mierda, vení! —gritaba enloquecido Raúl. Tenía que atraparla antes de que alertara a la gente de la casona para tener tiempo de rajar de ahí para siempre.

Se enredó en los pantalones y cayó. Se los sacó y los revoleó por ahí. Ya se vestiría cuando agarrara a la hija de puta de Rosina y pudiera huir. Se tiró de un salto sobre ella, que seguía chillando, graznando, trinando, y la tumbó.

¿Qué hacés loquita de la cabeza —le dijo—, te pensás que te van a salvar unos putos pájaros?

Levantó el puño y le dio en la cara un golpe feroz, que la desmayó. Su cuerpecito leve quedó tirado en la tierra tibia, de cara al cielo. Un hilo de sangre salía de su nariz. Él miró hacia todos lados para asegurarse de que nadie anduviera por allí. Y los vio.  Dos caranchos se aproximaban midiendo la distancia, con la mirada altiva y amenazante. Detrás de los árboles se alzó repentinamente una nube cambiante, viva. Miles de pájaros se aproximaban presagiando la peor de las tormentas.

Cayeron sobre él, balas lanzadas desde lo alto del cielo, los picos hirientes, penetrantes. Trató de escapar y corrió hacia la casa. El estruendo era tal que todos despertaron sobresaltados de la siesta. Lo vieron corriendo, con una estela de aves persiguiéndolo, hasta que cayó en el medio del patio. Los pájaros lo cubrieron completamente picoteándolo aquí y allá. Habían formado una masa latente. Un manto de mil colores lo tapó asfixiándolo. Sus gritos se extendieron hasta el último confín de la granja, hasta que se hizo un silencio pesado y gris y las aves se fueron retirando poco a poco, para volver al monte donde vivían antes de que viniera Rosina.

El cuerpo casi destrozado quedó tirado ahí. Los cuervos aprovecharon para servirse los ojos y los caranchos carroñeros le despedazaron la pija con sus picos curvos, sacando jirones de carne y piel.

Allá arriba, cerca del sol abrasador, una nube de palomas blancas, palomitas de la virgen, escoltaba a la niña pájaro que movía sus alas con ritmo de pichón aprendiz. Una sonrisa acompañaba sus trinos de colores, que se esparcían por el cielo formando un arcoíris musical.

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