PICHÓN HERIDO
El ladrido de los perros
del vecino. El barullo de los teros. El viento ululante. Las chapas de alguna
casa rechinando. Los perros, otra vez los perros. La moto de Ricardo bramando
con el escape libre. Otra vez Ricardo con lo mismo. El crepitante balbuceo de
las hojas de los eucaliptos del parque. El llanto de un bebé. Ahora también el
llanto de un bebé.
Y el insomnio. Como
siempre. El insomnio.
Una taza de té de tilo, o
de pasionaria, o de valeriana, o de naranjo.
O leche tibia con canela
y miel.
O dos o tres pastillas de
Valium. O un Alplaxito, como dice su mejor amiga
Un rayo de sol le pega en
la cara apenas unos minutos después de haberse dormido. No abre los ojos. No
quiere abrirlos. Esperará que suene el despertador, quizás una hora o dos
después. Pero es inútil la idea de dormir otra vez, ya todo vuelve a empezar.
El ladrido de los perros del vecino. El barullo de los teros. El viento
ululante. Las chapas rechinando. El llanto de un bebé.
Se levanta nerviosa. Como
ayer. Como siempre desde que está sola en la casa. Se pega una ducha rápida y
se cambia. Un pantalón de jean y una remera ajustada con un buen escote. Le
gusta mostrar lo que tiene. Y lo que es. Una mujer sexi, insinuante. Allá sus
amigas disfrazadas de abuelas con sus hijos y nietos de escudo para esconder
sus frustraciones y soledades. Ella no es así. Ella está sola por decisión.
Porque así lo quiso.
Nada de hijos. La
maternidad no es uno de sus anhelos. Cuando Julián insistió con eso, le preparó
las valijas. Y lo acompañó a la puerta sólo para cerrarla con llave después de
que se fuera. Nada de despedidas, llantos ni promesas. Hasta ahí era el límite
y no lo pensaba traspasar. Si quería hijos, ese no era el lugar. Adiós. Eso fue
todo. Sin rencores. Hasta más ver.
Se había acostumbrado a
Julián. A dormir abrazados toda la noche. A sus ronquidos feroces que tapaban
el ruiderío del barrio. A que la dejara dormir hasta tarde y le cebara mates en
la cama, con los bizcochitos calientes que bien temprano iba a comprar. A
Julián. Se había acostumbrado a Julián.
Lo había conocido hacía
más de ocho años, en aquel boliche que se había abierto cerca del barrio. Él
trabajaba en la panadería Las cinco estrellas, que quedaba en el centro, pero
vivía en las afueras, a pocas cuadras de la villa. Después de separarse de su
esposa había comenzado a salir con sus amigos. Ella era profesora de la
universidad y andaba en cosas raras. Él era un tipo tranquilo y eso no le
cuadraba. Se había afiliado al sindicato porque lo habían apurado y como sabía
que los muchachos eran bastante pesados, no quería que le pasaran
factura. Pero con lo de los militares, siempre andaba con miedo.
Prefería mantenerse en lo suyo. El peligro no le gustaba. Hijos no tenía y, al
fin y al cabo, capaz que era su culpa nada más. Pero quería.
Cuando empezaron a salir,
ella se lo aclaró. Nada de críos, que eso no era lo suyo. Y aceptó. Hasta que
después de tanto tiempo, se le ocurrió querer prole. Ahí se acabó todo. Ana le
cargó sus cosas en las valijas y le dijo chau, hasta más ver. No le dio tiempo
a nada. Ni a explicarle, ni a arrepentirse. Chau, te vas, adiós. Y no vuelvas.
Tajante la mujer, pero muy ella. Así la amaba. Atropellada y loca, la amaba
igual.
Otra vez los perros del
vecino. El viento que no para. Las hojas de los eucaliptos crujiendo a lo
lejos. Las ranas, las chicharras. El barrio y su concierto incansable. El
llanto de un bebé. ¡Carajo! Un bebé.
El llanto no para. La
cansa. La agota. Le agudiza su tinnitus. La cabeza le explota, retumba, la
embota.
Son las diez de la noche.
Los perros no dejan de ladrar. El viento la tiene loca. El ruido de las chapas.
Los eucaliptos y su interminable crepitar. El bebé que llora. Que llora. ¡Y
llora!
Ya no aguanta más y cruza
el jardín.
En la casa vecina doña
Estela trata de enfriar una mamadera mientras don Sebastián zamarrea un
montoncito envuelto en una manta celeste. Los berridos no paran y la mujer se
larga a llorar.
–¿Y este bebé?
–Es de Amelia – dice y un
agónico sonido le sale del pecho.
–¿De su hija? Nunca la vi
embarazada.
–Hacía meses que no
venía. La perseguían, así que andaba escondiéndose.
–¿Por qué?
–Qué sé yo. Viste cómo es
ahora. Por cualquier cosa te marcan. Y ella andaba con su junta del partido.
–Pero por qué les dejó el
bebé, cuándo va a volver. Es muy chiquito para estar sin su mamá –dijo
destapando la mantita.
–No tiene ni un mes.
–La mataron. Esos hijos
de puta la mataron –Dijo don Sebastián.
–El papá pudo escaparse
con él y lo trajo. Lo andan buscando.
–Lo van a matar también,
si es que ya no lo han hecho. Quieren el bebé. Para la mujer de un coronel. Si
nos encuentran se lo van a llevar.
–No sabemos qué hacer. No
para de llorar. Estamos desesperados. Ni siquiera sabemos qué hicieron con
Amelia –dice doña Estela mientras le pasa a Ana la mamadera para que se la dé
al bebé y llora con una angustia descontrolada.
–¿Hicieron la denuncia?
La policía puede averiguar algo.
–¡La policía! –dice don
Sebastián, entregándole de prepo el bultito que no deja de chillar–, si están
todos en la misma trenza. No podemos decir nada. No podemos hablar o nos van a
hacer desaparecer a nosotros también. Nadie nos quiere ayudar. Todos tienen
miedo.
Los perros. El viento.
Las chapas. Las ranas. Los eucaliptos. Las chicharras. El barrio con su
ruiderío interminable. Su tinnitus. El llanto. Su estrés. El miedo. El bebé.
Vuelve a su cabeza que
chilla, que explota, la noche aquella, antes de que cumpliera los quince. La
paliza que le había dado su padre. Alguien le había contado todo. Maldita
gente. Chusma malnacida, que tenía la costumbre de meterse en lo que no le
importaba. El aborto y a seguir la vida como si nada hubiera pasado. Hipócritas
todos. Malditos hipócritas que casi la mataron, sólo por aparentar. Después, la
fiesta, vestida de princesa, blanca e inocente, con una sonrisa que tenía que
parecer de felicidad. La dejaron hueca, vacía, con el alma rota y el futuro
deslizándose por los caminos de la soledad.
El barrio resuena otra
vez. Los ruidos. El grillo que canta en su cabeza. El miedo. Su miedo.
Los brazos de Ana que
nunca soñaron con acunar, lucen fuertes, torneados. Con sus pulseras y
brazaletes. Y de golpe se vuelven cuna. Se vuelven hamaca y cobijo. De golpe,
ya no son suyos. Son los brazos de una madre que ya no está. De golpe sus
brazos son nido. Nido para un gorrioncito herido.
Vuelve a su casa. Levanta
el tubo del teléfono. Disca el número que sabe de memoria.
–¡Julián! –dice– ¡Julián,
nos tenemos que ir! Nos tenemos que ir ya.
Y Julián, que ha estado
esperando esa voz, que ha estado esperando el milagro, intuye que ya son tres.
Ya no habrá ladridos de
perros. Ni barullo de teros. Ni viento ululante. Ni chapas rechinando. Ni la
moto de Ricardo. Ni las hojas de los eucaliptos con su crepitar.
Ya no habrá insomnio. Ni
taza de té de tilo, pasionaria, valeriana, naranjo o leche tibia con canela y
miel.
Y mucho menos pastillas
de Valium o Alplax.
Habrá en algún lugar un nido para otro pichón herido.
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