MAÑANAS

El canto del zorzal me despierta cada mañana. Todo el día me acompaña ese trino que reconozco entre tantos. No es cualquier zorzal, es el mío, digo yo, como si pudiera adueñarme de su alma.

Él es libre. Y con su libertad natural elige cantar aquí. Se posa en lo alto del fresno más viejo de todos los que bordean la calle de mi barrio. Desde allí, su canto cruza todo el vecindario.

Me instalo en el porche. Y espero con el mate y los bizcochos que llegue mi amiga, para charlar. En cada encuentro la charla nos lleva por los intrincados laberintos de la vida cotidiana, de los recuerdos, de la política. Nos reímos. A veces también lloramos. Así somos. Un poco divagantes, en eso sí nos parecemos. Todavía con muchos sueños en la cabeza. En eso también somos iguales. En política no. Ahí somos polos opuestos. Ella, muy radical. Y yo tan peronista.  Igual en algo coincidimos en eso también: para las dos, la patria es el otro.

Un auto a bastante velocidad pega una frenada en la esquina. Casi, casi un accidente otra vez. Las motos con sus escapes libres hoy me llaman la atención, aunque ya estoy tan acostumbrada que generalmente no me doy cuenta de que pasan.

Los niños que van para la escuela se ríen, van contándose sus cosas. Están felices porque ya se acercan las vacaciones. Después de una semana de estar en casa quieren volver a la escuela. Así son. Pendejos, pienso, como rompen las pelotas. Y me río. Me río de lo cascarrabias que es mi yo interior. Mi yo exterior es paciente con los chicos.

Dos mariposas sobrevuelan el jardín. Creo que tengo que sembrar más flores. O poner otras especies, para que vengan muchas más. Los malvones rojos no les gustan, revolotean sobre ellos y se van. A mí sí me gustan. Cuando éramos pequeñas robábamos los malvones del jardín de mi casa y corríamos a escondernos detrás de la cocina vieja de la casona de la nona Inés. Ahora vivo enfrente. Ella no era nuestra abuela, pero todos en el barrio le decíamos nona.  Era bastante malhumorada. Nos retaba por cualquier pelotudez. Y de qué manera. No dejaba en la garganta ninguna palabrita de esas que mi madre no me permitía decir.

Hoy ya no hay calles de tierra con los cunetones donde el agua se acumulaba por días después de las grandes lluvias, como entonces. Todo el barrio está asfaltado. Parece más evolucionado, pero el sol del verano reverbera desde el cemento haciendo que el calor de las siestas se vuelva soportable únicamente a puro tereré y pileta.

Los malvones rojos. Sacábamos con cuidado sus suaves  pétalos y los pegábamos con saliva sobre nuestras uñas desprolijas de niñas. Mal cortadas y con los bordecitos negros de la mugre que acumulaban mientras jugábamos en el patio, rápidamente se transformaban en uñas rojas como las de nuestras madres, cuando se las pintaban para salir. 

Las mariposas han vuelto y los gorriones también. Ha caído un pichón del nido y Greta, mi gata, se abalanza sobre él para atraparlo. Lo muerde suavemente para no lastimarlo y se vuelve oronda hacia mí. Es su regalo. Lo deposita a mis pies. La bandada estalla en chillidos enloquecidos. Revolotean a mi alrededor. Reclaman al pequeño bicho asustado. Pero Greta me lo ha regalado.

Un gorrioncito apenas emplumado. Qué haría yo con él.  Lo coloco nuevamente en el nido y hacia allí se dirige la bandada. Greta se sienta en la base del tronco del árbol y espera. La muy hija de puta espera que caiga otra vez. ¡Greta, vení acá. Dejá esos bichos en paz! le grito. Me mira y continúa su vigilia de cazadora, indiferente y tranquila.

Pasa un perro por la vereda. Mi perra, alocada, lo torea a través de la reja. Mil veces al día hacen lo mismo. Creo que se han puesto de acuerdo para ejecutar esta rutina, pues él no entra si está el portón abierto y ella tampoco sale, le ladra desde adentro.

Un muchachito va por la calle haciendo resonar una botella plástica como si fuera un tamboril. Lleva el ritmo de batucada y se mueve al compás. Me distrae por un momento de mi trabajo en la compu al grito de ¡doña! ¡doña! ¿Qué pasa? le pregunto. “Usted sí que se envicia con eso”, me dice. Sonrío. Para mis adentros pienso “Y a vos que carajos te importa, pendejo”. Pero eso es solamente una comunicación interna entre mis yoes.

–¿Tiene algo, doña? –me tira, con una sonrisa simpática.

–¿Algo como qué? –le digo.

–Alguna changuita. Cortar el pasto, arreglarle el jardín –me dice– hago mandados también.

–Por ahora no. La próxima te dejo un trabajo para que hagas.

–¿Y para morfar?

Me levanto. Dejo todo como está y voy a la cocina. Vuelvo con una manzana. “Joya doña”, me dice pegándole un mordiscón. “Con esto aguanto hasta la tarde.” Se va despacio por el medio de la calle, comiendo y haciendo sonar la botella plástica otra vez.

Vuelvo a la compu. A tratar de concentrarme en la lectura. Los poemas de Olalla Castro. Prefiero leer en papel, pero no se consigue su libro por estos lados del mundo. Gracias a la tecnología me zambullo en ellos. Muchas voces retumban en mi cabeza, buscando a otras que leyeron y que escribieron antes.

Miro las hortensias del cantero. Están marchitas, apachuchadas. Es el calor. El sol pega fuerte en ese sector. Me pongo a regar las plantas. Hortensias blancas, espero que resistan este verano que se insinúa intenso. No sé de dónde saqué esas plantas ni por qué las puse ahí. Si hay hortensias en la casa, no se casan las hijas, dice la tradición. Mi madre tenía hortensias y yo me casé. A veces me pregunto quién puta inventó esas pelotudeces. Yo cuido mis hortensias. Son generosas y se llenan de flores. Pompones blancos. Se parecen a los malvones, pero son más leales. Quizás hasta sirvan para pegárselas en las uñas con saliva o para adornar alguna trenza.

Mi hija me ha mandado varios mensajes. Se ha ido a vivir a Italia.  Resulta que somos italianas porque nuestra sangre lo es. Sangre italiana abunda en la familia. “Mamá, cuando vas a decidirte a venir”, me reclama. Pues nunca creo yo. Pero le digo otra cosa.  Mi única hija se ha ido al otro lado del mundo. “No quiero que te quedes sola”, me dice. ¿Acaso no piensa que yo tampoco quiero que ella esté sola allá y tan lejos de mí?

Sola. Y sí. Sola. Qué tiene de malo estar sola. Yo amo mis momentos de soledad y los disfruto. Adónde podría ir. ¿Podría viajar a Italia con una perra histérica y una gata mamenga? “Sí, me contesta, las mascotas también viajan en avión” “Claro, le digo, pero habría que saber si ellas quieren ir”. “Ma, vos siempre con tus locuras”, me reprocha.

Y sí. Yo siempre con mis locuras. ¿Cuántas cosas se pueden llevar en un avión rumbo a Italia? ¿Muchas? ¿Pocas?  ¿Cuánto entra en una valija? Podré meter, junto con la ropa, el zorzal que canta todo el día en el barrio. Los gorriones que cuidan a sus pichones. Y el muchachito que pasa por la calle tamborileando. Los chicos que van a la escuela con sus charlas y risas. Y los malvones rojos y las hortensias. Y el aroma de los jazmines de mi vecina que inunda mi patio en noviembre. Y las charlas interminables sobre política en las que nos enredamos los argentinos.

Me dirá que mucho más que eso hay allá. Y simplemente no lo dudo. Pero no serán mis pájaros, ni mis plantas, ni la gente de mi barrio. No habrá ese aroma a río americano que va llevando las aguas que bajan desde Brasil, con sus peces y camalotes. No me susurrará el viento en mi palmera, mensajes secretos. 

Llega mi amiga en su bicicleta. “No te metas en contramano” le grito cuando la veo doblar en la esquina. Con toda su energía sube a la vereda y sigue caminando hasta mi casa. Saca del canasto su gran bolsa tejida de chaguar, llena de cuadernos, carpetas, recortes y muchos papeles desordenados. Y un tupper con masitas de limón hechas con la receta de su tía italiana. Exquisitas, como siempre.

–¿Cuándo nos vamos? –me dice–, ya te saqué el turno para hacer el pasaporte.

–¿Vos también, amiga?

Mi reproche ya suena a resignación. La miro y muevo la cabeza diciendo que no. Y ella diciendo que sí.

–Sólo de paseo –le digo– y me vuelvo con vos.

Sangre italiana, sí. Tenemos sangre italiana, que trajeron en sus venas nuestros viejos.

¿Serán en Italia las mañanas tan lindas como las de verano, aquí en mi tierra?

¿Habrá allá un mañana como el que podría vivir, en el ocaso de mi vida, aquí, en mi barrio?

Ellos vinieron de tan lejos soñando este mañana para nosotros. ¿Y yo, dónde dejaré mis huesos?


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