PÚRPURA


Marcia estaba en su departamento, cansada. No se sentía angustiada, ni nerviosa, ni triste. Mucho menos, furiosa. Justamente era eso lo que la hizo pensar en el final. Si hubiese tenido algún sentimiento, hubiese sido diferente. Porque entonces podría haberle gritado; podría haberle vomitado lo que se había estado aguantando. Pero no. Ella estaba ahí, sola y gris. Tan vacía que ya había perdido el sentido del dolor. Tan gris que el púrpura que tanto entusiasmo le había dado a sus días, se escurría por la pared, diluyéndose. 

Se encerró en el dormitorio. Pensó que lo mejor sería esperarlo ahí. Pensó en la cara que pondría al abrir la puerta y encontrarla así. Se imaginó a si misma recostada en la cama, sobre la colcha clara que juntos habían elegido cuando decoraron la habitación. Imaginó su propia piel, blanca y traslúcida, mientras un camino rojo se dibujaba por la colcha hasta formar un charco en el suelo. Imaginó el grito desesperado,  cuando la hallara.  Lo vio abalanzarse hacia ella y pisar el charco de sangre negra. Lo vio abrazarla llorando. 

Pensó que a él se le retorcerían las tripas y que le dolería tanto la panza que tendría ganas de vomitar. Creyó que ese sería su mejor castigo, que sintiera el peso de la soledad que había sentido ella, que lo ahogara el vacío, que lo torturara la ausencia.

Se recostó en la cama. Sintió que le ardía la muñeca. Miró las cortinas de voile con volados que ella misma había hecho, la silla tapizada, los cuadros que habían elegido juntos. Fue atrapando con sus ojos cada adorno, cada detalle que había en el cuarto. Las margaritas en el florero de cristal tallado. Las carpetas de crochet que le regaló su abuela. El revistero pintado a mano. El ventilador de techo. El atrapasol y la lamparita de sal del Himalaya. El buda que la observaba impasible desde la cómoda. Sus alhajeros llenos de chucherías. Los trofeos de Roco, en la repisa que él había hecho. Las camisas apiladas en la silla.

Fue tomando con su mirada hasta la tela y la araña que se había adueñado de un huequito cerca del techo. Todo lo fue reteniendo en su mente, lánguida, mientras sentía que se le escurría el alma por un camino rojo sobre la colcha blanca. Hasta que el color púrpura de la pared que Roco había pintado fue creciendo en sus ojos y lo cubrió todo.

Roco llegó al mediodía, como le había dicho. Agarraría sus cosas y se iría. Entró con su llave. La buscó en la cocina y en el balcón. La llamó.

El silencio espeso le estremeció los labios.

Abrió la puerta del cuarto de los dos. Estaba vacío. El color púrpura lo invadía todo. Una mancha negra resaltaba en el piso. Se acercó para ver qué era. El olor dulzón lo envolvió. Se le retorcieron las tripas y tuvo ganas de vomitar. Abrió la ventana para respirar aire fresco y reponerse.

De las paredes empezó a supurar una sustancia rancia, color púrpura. El olor a muerte lo invadió. La ventana se cerró repentinamente. Quiso salir. La puerta estaba trabada. Poco a poco se escurría una vida por un camino rojo en una colcha blanca. El charco negro creció bajo sus pies. Quiso saber qué era eso. Lo tocó y lo olió.

El olor a muerte le traspasó los pulmones. El color púrpura se le metió por los ojos. La sangre se  escurría de las venas.

La araña en la tela del huequito cerca del techo. Las camisas apiladas en la silla. Sus trofeos en la repisa que había hecho. Los alhajeros de Marcia llenos de chucherías. El buda que lo observaba impasible desde la cómoda. La lamparita de sal del Himalaya y el atrapasol.

El color púrpura brillando con la luz del atrapasol.

El color púrpura atrapándolo.

Atrapándolo en un haz de luz del sol que entraba por la ventana.


María Laura Ruggia












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