BALAS DE BARRO
Un hombre ensangrentado, arrastraba de los brazos el cuerpo de una mujer. Su cabellera renegrida atada en dos trenzas deshechas y apelmazadas, se iba enredando de pasto y cadillos. Su ropa tenía manchones de sangre. La tierra suelta se pegaba en sus piernas, rasgadas por las ramas secas y los pastos altos.
Juan López tenía varios huecos en la espalda. La sangre se había
desparramado alrededor de los balazos. En sus brazos y sus manos se le había
pegado la de la mujer. La alzaba y trataba de seguir. Pero después de
trastabillar unos pasos la tumbaba para arrastrarla nuevamente. Tenía sus
hombros caídos, su rostro sucio de tierra y pólvora y caminaba tambaleándose.
Con madre lo vimos por la ventana.
El griterío había parado. Tampoco se oían ya las explosiones de
las armas. La voz del comisario había
ordenado perseguir a los rebeldes y la furiosa cuadrilla los siguió hacia los
montes. Había muchos cuerpos. Los indios estaban destartalados a balazos.
Algunos policías que habían quedado para resguardar el pueblo recorrían la
calle. Vi como Iván Koslov le
reventaba la cabeza a un indio moribundo con un palo. Nunca habría pensado que
un muchacho como él pudiera hacer algo así. Algunos de sus compañeros eran
mocovíes.
Había uno que otro blanco muerto. Las lanzas los atravesaban
de lado a lado. El muchacho que acarreaba leña para los Mendoza estaba tirado
boca abajo, en un charco de sangre oscura. Lo habían degollado. El pueblo había
quedado casi desierto. Solo algunas mujeres se atrevían a abrir las puertas
para socorrer a los heridos o llorar sobre el cadáver de algún conocido. El
olor a sangre, a mierda, a pólvora y muerte se desparramaba con el viento.
Rosita Paiquí es una niña. Apenas si se mantiene en pie y ya
retoza como un cabrito. Tiene la piel oscura y curtida de su raza. El cabello
grueso y negro le crece chuza tapándole la frente. Rosita ríe y corretea
trastabillando en la arena, a orillas del río, mientras su madre se adentra
apenas en el agua, buscando arcilla para hacer vasijas.
Rosita crece entre su gente. Los ojos negros le brillan como
piedras de azabache. Son dos joyas misteriosas en la luna redonda de su cara.
Por ellos el mundo entero entra poco a poco a su ser. Ella observa y aprende.
Aprende a hacer preguntas y a esperar las milenarias respuestas.
Rosita corre por el descampado, gambeteando mogotes y arbustos.
Parece un animal alocado, disfrutando de su libertad. ¡Potrilla! le dicen.
¡Potrilla! Y la muchacha de canillas largas y paciencia infinita grita como un
ave que está a punto de lanzarse a volar. La Potrilla tiene el ímpetu de la
raza mocoví indómita y rebelde corriendo por sus venas. Este mundo que la rodea
está tatuado en su cuerpo con la tinta ardiente de la rebelión.
Sus ojos profundos van guardando los vistosos colores de los loros
barranqueros, las escamas de los dorados y las azuladas pieles de los surubíes.
Las marrones aguas de su río Quiloazas le marcan remansos peligrosos a su
mirada.
Rosa, la Potrilla, sabe escuchar. Ella oye las voces de su raza
que retumban en ecos, en sus células ancestrales. Oye las lenguas
indescifrables de los colonos gringos, que han llegado a arrebatarle a su gente
los últimos mojones de su terruño. Y esas palabras laberínticas se vuelven para
ella enigmas que queman como lanzas atravesando la carne.
Por qué los gringos han venido a robarles sus montes y su río. Por
qué han llegado con sus palas, sus arados, sus rastras y rastrillos a desgarrar
la tierra, que a ellos les ha dado frutos y sustento sin haberla herido.
Rosita mira a su alrededor y le crece una furiosa agonía.
Destruida la dignidad de su estirpe indómita, su raza está sometida al
maltrato, a la servidumbre. Muertos de hambre, abatidos por las pestes, sumisos
y dados a la borrachera interminable y al abandono, los mocovíes se han
resignado a vivir en un mundo que ya no es el suyo.
Dicen que la Potrilla tiene el germen de los blancos. Que en su
sangre se mezclan los matices de los hombres. Ella sabe que sus únicos hermanos
tienen la piel del color de la madre tierra y se nutren de ella sin
dañarla. El Tata Dios Golondrina se lo ha dicho. Están en este lugar
desde el principio del tiempo. Después del gran diluvio volverán a ser sus
dueños.
El gran cacique Mariano se ha unido con los blancos. A Rosa el
viento le arrulla que eso es una traición. El mocoví patroncito San Francisco
Javier le ha dicho al Tata Dios Golondrina que tienen que luchar. Milenarias
voces se oyen otra vez. Traen al presente los reclamos de una raza que
quiere lo que le robaron.
Rosa Paiquí, la Potrilla, relincha una letanía rabiosa para
despertar a su gente. Y el caudillo Juan se pone al frente de los jóvenes
caciques. Sienten galopar en sus cabezas el odio hacia los blancos. Ellos los
despojaron de sus montes, de sus tierras, de su cielo, de su río.
Avanza la bravía marejada humana. Lanzas, cuchillos y boleadoras.
Gritos de rebelión. Almas temerarias y valientes. El paño rojo del mocoví. El
paño blanco de la Santa Cruz. El paño verde de San José. Las balas volviendo
barro, dice el Tata Dios Golondrina. La pólvora será arena, dice el Tata Dios
Domingo López. El blanco será vencido, dice el Tata Dios Megrané.
La Potrilla Rosa Paiquí corre zigzagueando con el cuchillo en la
mano. Se mezcla entre los bravos lanceros que siguen al rebelde Juan. Rosa
Paiquí ataca, lucha, grita con su voz de sombra, su rabia y su dolor. ¡Las
balas volviendo barro, la pólvora arena será! Tata Dios está en lo alto y los
protegerá. El Mocoví Patroncito dará su bendición y en el cielo el padrecito
Paucke un tontoyogo bailará. Todo volverá a renacer y buena vida habrá para el
indio en San Javier.
Madre y yo nos animamos a salir. Atravesando hacia el río el
hombre arrastraba el cadáver. Era el indio Juan López, malherido y ensangrentado. Reconocí a la mujer, a pesar de la mugre y la
sangre que la ensombrecían. ¡Era Rosa Paiquí! ¡Era la Potrilla!
Mataron a Rosita, dije. Madre con las manos se tapó la boca para
no gritar. A Rosita le gustaba el río y al río la llevaba Juan. Corrimos hacia
ellos. Quise tocar la cara de Rosa y él no me dejó. Juan nos enfrentó,
intentando decir algo, pero apenas si podía respirar entrecortadamente y
mantener abiertos sus ojos cansados. Sentí el peso de esa mirada
agobiada. Una sensación de culpa comenzó a crecer en mí. Me abracé a madre y
lloré con ella. "Andiamo Regina" -me dijo y nos retiramos lentamente.
Hacia el sur, refulgían las llamaradas de la gran quemazón. Los
colonos habían incendiado las tolderías de los mocovíes.
Juan tomó en sus brazos el cuerpo de su mujer y se metió en las
aguas amarronadas del Río de los Quiloazas. Los camalotes con sus flores
celestes se arremolinaban en torno a ellos. La sangre valiente de los mocovíes
comenzó a teñir la correntada.
María Laura Ruggia
Comentarios
Publicar un comentario