MONOTONÍA
Hoy te vi salir temprano para tu
trabajo. Bah, hoy es un decir. Todos los días te veo.
Te miro por la ventana de mi
dormitorio, justo a las seis, porque sé que a esa hora te vas. Veinte años hace
que repetís la misma rutina.
Me levanto media hora antes. Preparo un
café bien concentrado, con dos tostadas con manteca y dulce de leche, como te
gustaba. Es lo que desayunabas y sé que lo seguís haciendo. Ni té, ni mate. Café. Ni mermelada, ni
medialunas, ni masitas. Tostadas con manteca y dulce de leche. Después vuelvo a mi cuarto y te miro por la ventana.
Sé que caminás por la vereda hasta la
esquina y desde allí seguís por el borde del cantero central, hasta salir del
barrio. Esperás el colectivo. Pasa justo dos o tres minutos después de que
llegás a la parada. Y así todos los días. Volvés pasado el mediodía. Pero yo no
te veo porque a esa hora estoy trabajando.
No tuvimos hijos. Era una
responsabilidad que no quisiste asumir. Los hijos te cambian la vida, decías.
Los hijos te atan, perdés tu libertad.
Y sí. Vos necesitabas tu libertad.
¿Para qué? ¿Para qué, me pregunto ahora? ¿Para comer todos los días tostadas
con manteca y dulce de leche? ¿Para salir todas las mañanas a las seis a
trabajar?
¡Tu libertad! Cada uno elige para qué
quiere su libertad y vos elegiste comer tostadas con manteca y dulce de leche…
sin mí.
Nunca supe cuál era tu rutina de la
tarde… Lo sospeché después… Al volver a casa, cansada de trabajar,
estabas esperándome para decirme qué querías comer. Carne y pasta. Salsas y
sopas. No una tarta, una pizza, o unas milas con puré. Ni salir a comer afuera
o invitar amigos. No, en casa. Solos. Vos y yo.
Después, una ducha rápida y a la cama.
Yo del lado que da a la ventana. Vos del otro. Vos, a mirar en la tele
películas de terror. Yo, a leer alguna novela de amor. Hasta que apagabas la
luz y a dormir.
Coger, lo que se dice coger… era alguna
que otra noche, después de que durmieras un poco. De repente me abrazabas y me
besabas. Y me la ponías. Al toque te dabas vuelta y yo te abrazaba cucharita,
por un rato nada más. Hasta que te dormías tan profundamente que empezadas a
roncar. Entonces me dormía también. Tantas veces me pregunté si eso era hacer
el amor, como muchos dicen. Porque yo, así, solo sentía un vacío en el alma.
Te miro por la ventana cuando salís
para tu trabajo. Tenés las mismas camisas, aunque bastante arrugadas. Y los
pantalones de vestir que te gustan porque te hacen parecer un tipo importante.
Parecer, porque no lo sos. Solamente dejaste los zapatos acordonados por unas zapatillas,
que antes jamás te hubieses puesto. Pero bue… capaz que empezaste a cambiar. No
sé…
¿Sabés que tengo un gatito? Lo
abandonaron en un baldío. Hay cada hijo de puta en este mundo. Lo rescataron
los del refugio “La pandilla gatuna”. Hace meses colaboro con ellos. Me lo
dieron para que lo cuidase y lo adopté. Es adorable. Nunca pensé que me pudiera
ganar el corazón de tal manera un simple animalito. Así que ya sabés. Si querés
volver a casa, vas a tener que aceptar a Roco. Ya sé que odiás los gatos. Pero
vas a tener que acostumbrarte a vivir con Roco, porque no lo voy a abandonar,
como me abandonaste vos. Aunque si lo pienso bien, estoy empezando a resignarme
a que ya no vas a volver. Creo que por eso adopté a Roco. No sé…
A veces no sé si te extraño porque te
amo o si extraño tenerte a mi lado como extrañaría al árbol de la vereda si
algún día una tormenta lo tumbara. Tantos años juntos… No sé… qué sé yo.
“Estoy cansado de esta vida rutinaria.
–Me dijiste–. Con vos siempre todo es igual. No tenés imaginación ni para
culiar”. Y te fuiste. Así no más. Como si la culpable de tu vida rutinaria
fuera yo.
Todavía te miro por la ventana de mi
dormitorio, cada mañana. A las seis en punto salís para ir a trabajar. Con la
misma ropa que usabas hace un año. Con el mismo ritmo para caminar.
A las nueve de la mañana se levanta Ana
María. La veo cuando barro la vereda. Siempre de camisolín de raso y pantuflas
con pompones de piel. Abre el garaje y saca su auto. Lo estaciona y entra a la
casa. Un rato después vuelve a salir. Su vestido rojo se le pega al cuerpo. Le
ciñe la cintura, las caderas. Le saltan las toronjas por el escote exagerado.
Los tacos la hacen ver elegante y fina. La hacen ver, aunque no lo es. Es una
trola más de varias que hay en el barrio. Se acomoda el pelo que le cae sobre
la cara súper maquillada. Coloca su cartera en el auto y sube. Acelera y se va.
Y pensar que nunca te gustó que me
vistiera de rojo. Ni que me maquillara apenas un poco. "¡Payasa!" –me
gritabas y te reías de mí cuando lo hacía. Hasta que me abandoné por completo.
Y poco a poco me convertí en un hongo. Me volví un ente sin imaginación, como
me dijiste. Sin deseos. Sin voz.
¿Hará Ana María otra cosa más que
seguir tu rutina? ¿Preparará mejor que yo el café y las tostadas? ¿Cocinará con
más sabor las pastas, la carne, las salsas? ¿Te abrazará hasta que comiences a
roncar? ¿Te dejará la ropa organizada para que vayas a trabajar? ¿Pagará tus
impuestos y tus gastos? ¿Te dejará revisar su celular? ¿Le gustarán los gatos,
los perritos, un loro?
¿Querrás formar con ella una familia?
¿O le harás lo mismo que a mí?
Quizás no puedas.
Creo que la vecina tiene más imaginación que yo.
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