GRETA
Recordé la cena de esta noche. No podía fallar. Ya me estaba imaginando los preparativos de Greta para recibir a la novia de Marcos y conociéndola, ojalá que esta vez logre empatizar con ella.
Greta era la preferida de la abuela Ronda. Las dos entendían con precisión el lenguaje de las flores, las especias y los frutos. Sabían cómo mezclar esencias y polvillos para conseguir pócimas y remedios y también para lograr los mejores sabores en las comidas.
Yo las veía desde la ventana de mi dormitorio, cuando por las mañanas, muy temprano, las dos se perdían por el senderito que las llevaba al fondo del terreno, atravesando el algodonal, hasta internarse en el montecito. Iban a buscar yuyos y flores para sus preparados. La abuela llevaba una bolsa de algodón y su libreta negra donde anotaba cada hallazgo y las propiedades y usos de esos yuyos que conocía por tradición familiar y por su propio esfuerzo, a prueba y error. Al regresar, colgaban en la larga galería los atados recolectados para dejarlos secar. Y, rato después, ya se comenzaba a sentir el ruido de las ollas y utensilios en la cocina. Ellas eran las encargadas de alimentar a toda la familia, con sus recetas ancestrales o recientemente inventadas, con las que nos nutrían no solo el cuerpo, sino también el alma. Solo ellas conocían los secretos de sus comidas y nadie jamás osó preguntar cómo surgía esa magia.
Una noche la vi en su habitación. Entré sigilosamente para asustarla, pero no pude hacerlo. Ella parecía tener ojos en la espalda.
–¿Qué estás haciendo? –dije–. Parecés una bruja estudiando un hechizo en la libreta secreta…
–Soy una bruja –me contestó–. Soy la hechicera Circe que te convertirá en un ratón con una rica comida que te prepararé hoy. ¿Dulce o salada? ¿Qué preferís?
–No sé, mejor algo que me convierta en mariposa –dije– para poder salir a volar por ahí.
Escondió la libreta, me dio un beso y se fue.
Esa noche supe que ella guardaba secretos bastante pesados en su interior y que esa libreta negra que la abuela Ronda tanto mezquinaba no era tan inofensiva como parecía. De todos modos, nunca tuve miedo, ellas nos amaban poderosamente y si sabían hacer hechizos malignos seguro los usarían para protegernos, no para herirnos.
Pasamos nuestra infancia en la casa de la abuela Ronda, la nona en cuyas venas corría sangre gringa y sangre criolla, secretos de allá lejos y magias de por acá. Ella nos acogió a todos después del accidente donde fallecieron los padres de una Greta adolescente y de un nene de cinco años, como yo.
Nos criamos como hermanos. Y yo acepté sin celos ni cuestionamientos que mis padres los incorporaran a nuestra pequeña familia que creció con ese golpe de dolor.
Ella es una gran cocinera. Su sensibilidad exquisita le permite combinar sabores, olores, texturas, mientras está en trance preparando sus menjunjes que nos ofrece con gran ceremoniosidad como muestra del amor que nos tiene.
Marcos es su debilidad. Desde la muerte de mis tíos Greta se apropió de él. Una vez me lo dijo tan claramente: “Marcos es más que mi hermano, es una parte de mi ser. No puedo ni siquiera pensar que algún día decida vivir una vida lejos de mí”. Y sí, así es ella. Tan intensa con su amor avasallante y protector, pero tan discreta en su concreción. Ella lo acompaña y lo apoya en todos sus delirios y decisiones. Siempre lo deja hacer. Miento si digo que alguna vez lo presionó para que se quedara a su lado. Sin embargo, por algún mágico influjo, él sigue ahí apegado a su regazo como cuando tenía cinco años y lloraba llamando a su mamá y a su papá.
Greta es insondable y sus recursos también. Sospecho que algo hace, o creo que lo sé. Intuición familiar tal vez.
Sofi llegó un rato antes de las nueve de la noche. Dejó su bolso con bordados coloridos tirado en medio del sofá de pana. Y su campera de jean cayó sin ningún decoro en el respaldo de una silla elegante. Se acomodó con los dedos y como pudo los rulos apachuchados por la llovizna que todavía persistía. Y muy efusivamente besuqueó a Greta primero, luego a mí, refrescándonos los cachetes con la humedad de su rostro. El gesto de Greta me lo dijo todo. No necesitaba a estas alturas de nuestra historia que ella abriera la boca para saber qué pensaba.
–Creo que a Marcos le hacía falta un poco de esta frescura loca en su vida –insinué.
–¿A vos te parece? –me fulminó.
Las tres nos pusimos a charlar tan naturalmente que hasta llegué a creer que todo estaba saliendo muy bien. Marcos estaba demorado, pero no tardaría en llegar.
Las delicias que había preparado Greta nos tentaban desde las bandejas estratégicamente distribuidas en la bella mesa del comedor. La comida nos llamaba con sus colores intensos y con aromas que disipándose por el ambiente invadían los sentidos. Quise probar un canapé de aspecto cremoso pero la mano de Greta me detuvo. “Son para Sofi” –me indicó.
Sofi se lanzó sobre la bandeja y su apetito se volvió voraz. Mientras reía y hablaba descontroladamente engullía un bocadillo tras otro sin poder parar. Parecía un cerdo comiendo en un chiqueral.
Después de unos minutos, su rostro pasó de ponerse rojo intenso a morado, para terminar en un blanco raro que poco a poco se volvió verdoso. Se sintió descompuesta y empezó a convulsionar. Cayó de rodillas sobre la alfombra mullida y se desplazó en cuatro patas con movimientos descoordinados. Saltó de un lado a otro por toda la habitación, como una rana. Y encarando hacia la puerta semiabierta salió al jardín para seguir a los saltos rumbo al Parque del Sur.
Greta recogió con calma las cosas de Sofi y las ocultó en su guardarropa. Marcos seguía demorado.
Dios mío –pensé–. Circe lo hizo otra vez.
Laura Ruggia
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