JUICIOS

No, señor juez. Yo no recuerdo eso.

Yo me acuerdo de su cara, de su barba apenas creciéndole, de su mirada pegajosa sobre mí.

De eso me acuerdo señor juez. No, eso que usted dice no me lo acuerdo.

Recuerdo su cuerpo acercándose a mí, tocándome cada vez que podía.  Sí señor, eso me molestaba y me alejaba cuando lo veía venir hacia mí.

No, no señor juez. ¡No! ¿Quién dijo eso? ¡Eso no! Yo no recuerdo eso.

Recuerdo que a veces estaba sola en la casa. Que mi madre salía con mi tía y con Tati. Sí señor, mi hermanita. Yo me encerraba en la pieza, haciendo cosas de la escuela.

¡No señor juez, eso no! ¡No fue así! ¡no!

Un día lo sentí andar por la casa. Y me puse nerviosa. Me estaba cambiando para ir a lo de mi amiga, hasta que volviera mi mamá. Y entonces vi que abría la puerta…

No, señor juez, no. Eso yo no lo recuerdo así.

Recuerdo que estaba sobre mí. Que su cara enrojecida transpiraba. Que jadeaba. Como un perro cuando está cansado. Que se movía, me aplastaba y me dejaba sin aire. Me quise ir, pero me agarró del cuello y apretó su mano. Me asusté. ¡Pensé que me iba a matar!

Recuerdo las gotas de su transpiración cayéndome en la frente. Y su lengua lamiéndome la cara, la boca. Y su mano tocándome entre las piernas, ya sabe señor… metiéndose ahí…  lastimándome...

Después se levantó, se limpió con mi ropa y la tiró sobre mi cama. “¿Te gustó?” –dijo– ¡Señor juez, me preguntó si me había gustado!  Y yo me largué a llorar. “Ya se te va a pasar –dijo– Es la primera vez, después te va a gustar”. Y se fue a tomar mates a la cocina.

No, señor juez, no. ¿Cómo puede pensar que yo… que yo…? No, no.

Cuando volvió mamá quise contarle. Pero era tarde. Estaba cansada y se fue a dormir con él. Lloré toda la noche, lloré sin poder parar.

No señor juez, no. Quise, pero estaba con él.

Al otro día me levanté mal. Tenía los ojos hinchados. Me dolía la panza, el pecho. Me costaba respirar. Y él estaba tan tranquilo. Como si nada hubiera pasado. Fui a la cocina y me puse a lavar unas tazas. Él se me acercó por atrás. Me apoyó una mano en el hombro. Con la otra me acarició el pelo. Pegó su cara a mi oreja y me dijo: “Te amo” … ¡Te amo me dijo, señor! Y se fue al comedor.

No, señor, no. Yo no hice eso, no.

Lo seguí… para decirle que era un sorete… que era una basura… ¡Te odio! le grité. Él se dio vuelta con esa sonrisa de mierda que pone cuando me mira. Entonces vi la caja de costura de la tía Dorita. Agarré la tijera y con toda mi fuerza se la clavé en la panza.

Sentí la sangre caliente correr por mi mano. Cayó sobre la mesa y quedó al lado de una silla. Se apretó la herida como pudo. “¿Qué me hiciste pendeja?” –dijo.

No señor, ya le dije que no, que no fue así.

Mi mamá entró gritando: “¡Qué pasó! ¡Qué pasó!” Cuando lo vio ahí, lleno de sangre, pálido, asustado, me pegó una cachetada que me dejó ardiendo la cara y me dijo: “¡Qué hiciste puta de mierda! ¡Qué hiciste!”

No señor, no. Ella no me preguntó por qué…

Nunca me voy a olvidar. Ese día a mí, a mí que soy su hija, después de lo que me había pasado, mi madre me pegó una cachetada.

A mí, ese día, mi madre me dijo puta. ¡Puta de mierda me dijo, señor juez!

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