EL PAVO DE DON SALUSTIO


Juana lo miró y el tipo se incomodó. La osadía de la muchacha lo desconcertó y largó una carcajada nerviosa, para disimular.

En la bolsa de arpillera, el animal se movía y glugluteaba bajo la presión de la bota del hombre, que lo mantenía en el lugar.

–¿Qué tiene ahí? –preguntó.

Ya sabía la respuesta. Todos en la colonia conocían las prácticas persuasivas del maldito viejo y ahora le había tocado el turno a ella.

–Un pavo gordo, especialmente elegido para vos. Si lo querés ya sabés lo que tenés que hacer –dijo el tipo y se rió.

Ella se agachó, corrió de un manotazo la pierna del viejo y tomó la bolsa. Desató el lazo que la sujetaba y sacó el animal que tenía las patas atadas con una tira de algodón. Don Salustio se regodeó. Le tocó el brazo acariciándola.

Ella sintió que por sus venas corría una rabia que le quemaba el cuerpo y trató de contenerse. Estaba sola y tenía miedo. Un miedo que le aceleraba el corazón. Estaba acorralada y no sabía cómo salir de esa situación.

Apretó el pavo para sujetarlo bien y el animal, tratando de escapar, le lastimó el brazo con las patas.  Un arañón rojo resaltó en su piel.

Don Salustio volvió a reír a carcajadas. Había llegado hasta la casa de los Rosales con una clara intención. Agarrarse a la Juana era una yapa nada más. Quería todo.

Sabía que Germán Rosales no estaría en la casa. Desde que había perdido las últimas cosechas, las cosas le habían ido bastante mal y se había volcado a la bebida. Con tanto esfuerzo había trabajado la tierra con la Juana y sus hermanos. Pero la última crecida del río Quiloazas se había llevado hasta sus ilusiones, dejándole solo deudas.

Don Salustio sabía lo que estaban pasando los colonos que se habían asentado sobre la margen del río. Aprovechaba la volada para hacerse de unas cuantas concesiones por unos pocos pesos y abusaba de las mujeres como se le daba la gana sin que alguien pudiera hacer algo en su contra. Los colonos no encontraban cómo enfrentarlo o defenderse y le entregaban los títulos de sus propiedades para terminar siendo unos parias explotados por el viejo.

En el borde del camino, lo esperaba su hijo, un adolescente indeciso. Había estacionado la chata Ford cerca de la tranquera y le había dicho “Quedate acá, mirá y aprendé a ser hombre. A ver si de una buena vez entendés cómo tenés que tratar a las mujeres, ¡maricón!”.

Juana, con el pavo pesándole en los brazos como una piedra que parecía hundirla en el mismísimo infierno, giró hacia la casa y caminó decidida hasta la galería en la que había una larga mesa donde ella preparaba la comida. El viejo se acomodó la faja fanfarroneando y la siguió.

Ella tomó la cuchilla más filosa, esa que usaba su marido para carnear animales. Volteó enfrentando a don Salustio.  Con todo su esfuerzo sostuvo el pavo por el cogote y lo degolló. Un chorro de sangre caliente salpicó el impecable ropaje del viejo. Él pegó un salto hacia atrás.

–¡Qué has hecho muchacha! –gritó, con los ojos desorbitados, atemorizado por el coraje de la joven– ¡Estás loca mujer!

Ella soltó la cabeza del ave que había quedado en su mano y pateó el cuerpo con furia, mientras sostenía la cuchilla amenazándolo.

–¡Se lo merecía! ¡Mire lo que me hizo! ¡Así terminan los mugrientos que me quieren hacer daño! –dijo y le lanzó un escupitajo.

A don Salustio le subió de golpe la presión, su cara se puso roja y comenzó a sentir un sudor frío que le corría por la frente. Caminó trastabillando hasta la chata, se subió sin decir palabra y desapareció junto con el tonto de su hijo, por el camino lleno de pozos, dejando una polvareda detrás. 

–¡Esa mujer es el diablo! –dijo cuando el muchacho le preguntó qué le había pasado.

Juana calentó una gran olla de agua y se sentó en el banquito debajo del algarrobo, a desplumar el pavo.

Con este bicho tenemos para comer varios días, pensó.





María Laura Ruggia









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