EL ARCODONÓMICO MISTERIOSO

 

    Cualquiera podría pensar que estoy loca, al verme abandonar para siempre mi casa y en estas condiciones tan contradictorias.  ¡Como para que no sea así! ¡Con este aspecto no podría más que inspirar ese tipo de pensamientos!    

     La tarde que lo encontré, era una fría tarde de invierno.  Regresaba de mi trabajo,  por la vereda musgosa de la manzana donde se encontraba la antigua casa de don Luis Pérez Alcántara,  el viejito de la esquina, a quien esperaba ver en el portón de hierro de su jardín,  curioseando mis pasos, como lo hacía siempre.  Justamente,  me había concentrado en su imagen y me preguntaba para mis adentros si estaría en su portal. Hacía días que no lo veía y consideraba la posibilidad de averiguar cómo se encontraba. Él  vivía solo en la gran casona desde que había muerto su esposa y no recibía visitas con frecuencia,  por lo que me preocupaba la sospecha de que algo malo pudiera haberle sucedido.

Sin embargo,  después de haber recorrido algo más de la mitad de la cuadra sentí que una sensación espiralada y sospechosa me había pinchado el estómago como una espina de rosa.  Luego, tuve la impresión de que una gigantesca jeringa hipodérmica  había inyectando un líquido espeso en mi interior y que ese líquido había comenzado a extenderse suavemente por mis venas hasta llegar a mi corazón, desde donde había pegado un gran salto hasta mi mente.  “Por favor… por favor…”  -comencé a sentir que una voz entre infantil y fantástica me impregnaba el cerebro y retumbaba en mi cabeza como si mi cráneo completo se hubiese convertido en si mismo en un gran pabellón auditivo.  “Por favor… por favor… apiádate de mi…” -era el pensamiento que se dibujaba en mi mente sin mi autorización.   “Por favor… por favor… apiádate de mi… detente y ayúdame…”

Era la primera vez que me ocurría una cosa tan alocada, que mi propio cerebro funcionara sin mi consentimiento.  Me detuve incrédula y comencé a inspeccionar los alrededores con la mirada.  Quizá era alguno de los niñitos de Leonora Fernández,  mi vecina, quienes acostumbraban a bromear conmigo cuando coincidíamos en algún rincón del barrio.  Pero no.  No había en  toda la zona ninguna otra alma más que la mía.  Seguí caminando con un extraño temblor en las piernas y el mismo pensamiento en la cabeza “Por favor… por favor… apiádate de mí
.  Detente cuando me veas… Ayúdame…”

Fue cuando doblé en la esquina que lo vi.  Estaba justo allí donde esperaba encontrar a don Luis asomando entre las rejas de su portón de hierro,  su gris platinada cabeza de viejo solitario.  Allí estaba él. Justito allí.  Ni mis ojos ni mi corazón podían dar crédito a una cosa así.  Pero allí,  justo allí,  estaba él. Quizá debí sospechar en ese instante,  pero… ¿quién se hubiese puesto a reflexionar ante un acontecimiento así?

Primero vi una de sus esponjosas y gigantescas extremidades de un color indescriptible,  extendida largamente en la vereda y luego toda su voluminosa y extraña presencia,  recostada contra el portón de hierro de don Luis.   Tenía una figura de lo más… insólita.  Sus ojos saltones parecían  dos grandes pomelos  de cristal y ese revolucionario accesorio que hacía las veces de cejas era algo que en mi vida nunca había podido imaginar.  Sus orejas redondeadas y con las tres gotas negras como lágrimas pesadas formando un pequeño trébol en cada lóbulo,  eran, sin embargo, algo inconfundible:  ¡Era un Arcodonómico Misterioso!  ¡No me cabía ninguna duda!

Me acerque a él con un poco de temor,  había visto imágenes de este extravagante ser cuando era niña, en una colección de videos que solía atesorar mi abuelo.  Pero como era una especie tan rara como impredecible, no había muchos datos acerca de su comportamiento, sólo breves referencias a su costumbre de aparecer repentinamente y de igual manera,  desaparecer.  Había incluso científicos de gran credibilidad en el mundo, que aseguraban que en realidad esta especie no existía y que formaba parte de la mitología popular como otros tantos seres extraños, productos de la inacabable imaginación humana.

¡Qué dirían ahora, si estuvieran en mi lugar!

El arcodonómico  comenzó a moverse con toda la parsimonia de su gomoso cuerpo,  cuando me percibió.  Sus orejas inconfundibles tomaron rigidez y produjeron una leve vibración.  Sus ojos sin párpados giraban cada tanto de un lado hacia otro,  para mantenerse húmedos,  acción que le imprimía una imagen risueña a su cabezota enormemente alargada y sin forma, que terminaba en una pequeña trompa mucho más fina que la de un oso hormiguero. Retrocedí asustada cuando se paró.  Entonces,  la voz en mi mente susurró “No me temas… Ayúdame y te ayudarás… Ayúdame y te ayudarás”…

  Dudé por unos instantes, nada más.  ¡Estaba pidiéndome auxilio!  ¿Qué podía hacer yo más que intentar socorrerlo de una vez?  ¡Estaba bien segura de que no corría el riesgo de que me ingiriera por ese pequeño agujero pegajoso en el que terminaba su trompa poco original y que evidentemente no le servía ni siquiera para hablar!  “Está bien”  -pensé totalmente convencida de lo que estaba por hacer,  mientras que levantaba la cabeza para observar a mi telepático interlocutor que se había erguido sobre sus dos robustas patas traseras hasta alcanzar una altura que me sobrepasaba fácilmente por más de setenta centímetros.  “Te ayudaré”  -dije entonces, en voz alta.  “Me ayudarás y te ayudarás…”  -me respondió mi propio cerebro en diálogo conmigo misma. La decisión ya estaba tomada y el arcodonómico lo había comprendido así de inmediato,  puesto que comenzó a moverse ondulantemente para desplazarse a mi lado con un ritmo de dibujito mal animado totalmente alejado de la realidad.

Mi casa no estaba muy lejos,  apenas unos cuantos pasos del gigantesco ser fueron suficientes para llegar a ella.  Creo que simplemente le pareció el lugar perfecto para quedarse por un buen tiempo, pues en pocos días estaba tan integrado a mi ambiente,  que por momentos me resultaba difícil localizarlo –a pesar de su tamaño- y una vez hasta llegué a creer que se había ido.

Pero no fue así.

Congeniamos, como ya todos se habrán dado cuenta, desde el primer momento en el que lo vi.  Creo que eso era algo excluyente para él,  y si bien no consta en ningún tratado científico sobre los arcodonómicos,  sospechaba que un individuo de su especie no puede estar al lado de una persona con la que no llegue a identificarse plenamente, hasta lograr un estado de armonía total.  

Ahora lo sé con certeza, lamentablemente.

Mi interés por mi buen amigo no sólo se limitó a tratar de compenetrarme con su estilo de vida,  intentaba conocer a fondo las características existenciales de esta especie que por gracia de Dios o del destino,  en momento tan oportuno, había llegado como un chaparrón de verano, a mi vida.  Por eso, me dediqué a indagar en cuanto libro científico, tratado o vademécum de seres extraños hallé en mi camino.  En la rarísima Enciclopedia del Mundo y la Naturaleza,  de la que pude encontrar una traducción bastante confiable en la Biblioteca Municipal de la ciudad de San Antonio,  averigüé que estos seres eran extremadamente tímidos y retraídos y que la falta de contacto con otros individuos similares,  los podía llevar a la muerte. Sin embargo,  quizá la inexactitud de los métodos para hacer investigaciones rigurosas, propia de la antigua época en que fue escrita,   pudo haber llevado a los estudiosos de entonces a sacar conclusiones poco acertadas.

En ella se podía leer:

ARCODONÓMICO MISTERIOSO: dícese de un individuo de especie poco conocida, que supera los dos metros de longitud.  De actitud retraía y poco sociable.  Incapaz de emitir sonidos o utilizar sistemas para comunicarse.  Solamente se ha encontrado un ejemplar de esta especie, que ha muerto en cautiverio,  después de varios días sin contacto con otros semejantes y sin haber ingerido alimento.

El artículo estaba ilustrado con una pintura de un arcodonómico muy parecido al que habitaba en mi casa y se había convertido, más que en un amigo, en una parte de mi pensamiento y de mis afectos.

Podrán entender,  si han seguido mi historia con atención,  por qué digo que los estudiosos de antaño no habían llegado a conocer a fondo a esta especie tan extraña.  Yo tenía una gran ventaja: mi amigo había logrado sobrevivir a mi lado un considerable tiempo ya,  así que había podido avanzar en la observación de la especie como para escribir varios tratados más. Podrán comprobarlo, si se atreven a inspeccionar mi hogar abandonado, cuando encuentren los cientos de apuntes en los que dejé constancia de todos mis conocimientos, que podrían revolucionar a los científicos y poner los pelos de punta a más de un humano descreído.

Con respecto a sus posibilidades comunicativas,  ya había percibido que no tenían nada que ver con los sonidos instintivos de los animales ni con la palabra propia de la raza humana.  Más bien parecía una planta, un vegetal capaz de emitir ondas telepáticas que no podían ser percibidas por cualquier persona, sino únicamente por aquellas que tenían altos niveles de afinidad mental con él,  como había ocurrido conmigo. Evidentemente,  por eso  era un ser tan solitario y retraído, a tal punto que otros congéneres quizá hubiesen encontrado la muerte por falta de un contacto genuino y fiel con otro ser.

        Antes de comprender esto, mi primera preocupación había sido su alimentación.  No había podido encontrar datos acerca de los nutrientes que necesitaba un arcodonómico para subsistir. Sin embargo, después de varios días de ofrecerle toda clase de alimentos de los que a mí me solían agradar, comprobé que únicamente ingería líquidos.  Innumerables litros de agua eran necesarios para satisfacer su sed que resultaba continua.  También le agradaba la leche pero su debilidad eran las bebidas gaseosas, que disfrutaba cuanto más coloridas eran.  Comprendí entonces por qué tenía esa apariencia de gigantesco muñeco de goma,  blandengue y cambiante,  que hubiese pasado desapercibido en la vidriera de la más moderna juguetería. Todo él parecía ser un enorme envase contenedor de puro líquido, nada más,  sin huesos ni ningún tipo de estructura sólida.  Aún así,  su energía bien utilizada le permitía moverse con una mínima porción de gracia y erguirse por un breve tiempo hasta volverse nuevamente un felpudo despatarrado en cualquier rincón.

        Ahora sé que los arcodonómicos forman parte de una especie solitaria,  que debido a las características tan peculiares de su organismo, no pueden vivir en sociedad, como otros seres de la tierra; pero que por otro lado, dependen de la especie humana para poder subsistir y  perpetuarse.  Por eso,  me sentí también un ser singular e incomparable por haber tenido la suerte de haberme encontrado con él y formar parte de la historia mágica de la naturaleza, que aún nos puede llegar a sorprender…  Aunque las más bellas sorpresas, algunas veces, pueden mostrar sus filos más desagradables…

        Un día lo entendí.

        Alguna vez, oí hablar de “alma gemela”,  de “media naranja”,   de “el uno para el otro”.  Nunca  entendí muy a fondo el sentido de esas palabras hasta que el arcodonómico  llegó hasta mí.  No voy a decir que me enamoré de él, puesto que soy bien mujer y bien humana, como para amar en ese sentido a un ser de otra especie y asexuado como era.  Sin embargo,  con el tiempo lo sentí como mi “mente gemela”… me sentí como su “medio muñeco de goma”. Tengo que aclararles que esos sentimientos no surgieron repentinamente.  Al principio fue un pinchazo fuerte de simpatía, nada más.  Un deseo maternal de brindar protección y una necesidad de sentir cerca de mí una compañía.  Yo también siempre fui un ser poco sociable, así que su presencia vino a complementar mi soledad.

        Creo que por eso me eligió,  aquella fría tarde,  él a mí.

        Con el tiempo,  sus pensamientos fueron formando parte de mí como los míos seguramente invadieron  sus neuronas, si es que las tenía.  La empatía fue tal, que cuando lo notaba diferente, yo sentía sus miedos y sus inseguridades y entonces potenciaba en mi corazón mi necesidad de protegerlo. Y él  recorría cada recoveco de mi subconsciente,  para apoderarse de mis inquietudes, de mis sueños,  de mis recuerdos, de mis impulsos más instintivos  e involuntarios y convertirlos misteriosamente en su propia fuerza de voluntad, en su energía.

        ¿Cuándo empecé a cambiar? 

        ¿Cómo saberlo? 

        Mi escaso contacto con la raza humana no me permitió notar diferencias ni modificaciones importantes en mi forma de ser.  Sólo puedo recordar vagamente que abandoné mi trabajo y entonces, mi cada vez más prolongado encierro se volvió algo habitual.  Sin embargo,  por instinto, asomaba, de tarde en tarde,  la cabeza por la puerta del frente,  para ver pasar al joven que dejaba su auto en el estacionamiento de la otra cuadra, cuando venía a trabajar en el bar de don Jacinto Conforte. Otra alma solitaria más.  Por suerte existen muchas en este alocado y extravagante mundo actual.

        Lo que sí noté una tarde fue que mi piel ya no era la de siempre.  Su color estaba comenzando a modificarse visiblemente y si antes me caracterizaba por tenerla blanca por la falta de contacto con el sol, propia de la gente de ciudad,  ahora estaba tomando una tonalidad entre violácea y verdosa bastante fuera de lo normal.  Pensé que mi arcodonómico me podría haber contagiado alguna enfermedad de su especie,  pero esa misma idea me impidió consultar a un médico por el miedo que me daba la posibilidad de exponer a mi protegido y de quebrar ese clima de simbiosis que había en mi hogar.

        Él permanecía siempre igual y no parecía haber sido afectado por ningún mal.  Solamente noté que en el lóbulo de su oreja derecha, comenzaba a insinuarse una mancha negruzca más, como aquellas que lo decoraban con tanta singularidad. Hacía pocos movimientos,  porque estos le consumían muchas de sus  energías y también de las mías.  Ingería litros y más litros de líquido por día y se dedicaba a navegar por mi mente de aquí para allá, a su reverendísimo antojo,  en busca de los más insignificantes o de los más importantes datos sobre mí ser.  Tengo que reconocer que esto contribuía a hacerme feliz,  porque se convertía en una especie de droga potente que me hacía volar el cerebro en un éxtasis interminable y me daba la posibilidad de ver cumplidos todos mis deseos,  mis sueños, mis anhelos, en un mundo mágico e irreal,  del que despertaba cuando mi protegido -o mi protector- lo creía mejor para sus propósitos.

        Empecé a percibir lo que estaba ocurriendo una tarde fría de invierno,  cuando me acercaba a la puerta para ver pasar al joven que trabajaba en el bar.  Pude ver mi imagen reflejarse tenuemente en el cristal de la ventana y ya ni siquiera sé si me sorprendí.  Unos extravagantes complementos resaltaban sobre mis ojos de pomelos brillantes,  a manera de cejas.  Comprendí por qué esos días me había costado tanto desplazarme de un lugar a otro de la casa y me había dedicado a beber litros y más litros de líquido con mi compañero de soledad.

        “Ayúdame y te ayudarás”  me había dicho él cuando me encontró… ayúdame y te ayudarás…

        Hice un gran despliegue de energía para erguirme sobre mis extremidades traseras y me moví con sigilo hacia donde yacía él,  descansando extenuado después del esfuerzo que había invertido en mí.  Sus ojos giratorios y húmedos me examinaron con detenimiento.  Creo que percibí el orgullo  que le producía ser mi creador.  Ya en su lóbulo izquierdo resaltaba otra lágrima negra más,  signo -sin lugar a dudas ustedes ya lo habrán comprendido-,   de cada uno de sus renuevos… 

        Quise indagar en sus pensamientos,  para averiguar quiénes habrían desfilado por su vida,  pero algo me horrorizó…  no había ningún vestigio de su pasado humano en él.  Quizá era ese su verdadero alimento,  que digería y transformaba en nueva energía, para implantar en el individuo humano,  la semilla de un nuevo congénere.

        Traté de recordar mi pasado,  pero ya era tarde,  poco quedaba de él.

        Aún me restan unos minutos más antes de olvidar por completo todo lo que sucedió. Pronto esto ya no formará parte de mis recuerdos.  Por eso, me siento en la obligación moral de relatar lo que yo he vivido para evitar que otras personas caigan en la misma trampa.  O al menos, que si lo hacen sea por propia voluntad y no por un descuido del destino.

        Todo está escrito aquí, en mis apuntes e investigaciones sobre la especie más extraña que poblará la Tierra, por toda la eternidad.  Espero que alguien los encuentre por el bien de la humanidad.  Espero que nadie lo haga por el bien de los arcodonómicos misteriosos y solitarios que ambulan por allí.

        Ya siento los pasos cansinos del joven que trabaja en el bar de don Jacinto Conforte.  Es tarde y su jornada terminó.  Regresa a su solitario hogar, donde nadie lo espera.  Creo que necesita alguien con quien intercambiar pensamientos.

        Me despido de mi congénere,  ambos sabemos que no nos volveremos a ver. Hoy me toca a mí elegir.

        “Por favor… por favor… apiádate de mi…” -es el pensamiento que dibujo en la mente  del joven, sin su autorización.   “Por favor… por favor… apiádate de mi… detente y ayúdame…”

Ayúdame  y te ayudarás”

Ayúdame  y te ayudarás”

Ayúdame  y te ayudarás”




María Laura Ruggia







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