Fuerza vital
- ¡Nunca vi algo así doctor! –Dijo la enfermera-
¡Convénzala por favor, la tenemos que bañar!
El doctor se dirigió a la sala donde
ingresaron a la mujer esa fría noche. No había entendido muy bien lo que le
decía la enfermera, así que la iba a examinar.
La enfermera lo siguió. Quería ver la cara del
médico cuando se acercara a la muchacha, a ver si él alguna vez había atendido
a alguien así.
En la funda blanca y desinfectada de la almohada se
movía con toda libertad un pelotón de piojos mientras otros iban y venían por
la cabeza de la joven muchacha. Su cabello era una maraña oscura y pastosa.
Hacía largo tiempo que no sabía lo que era un buen chapuzón. Su cuerpo
despedía un olor rancio. Su rostro dormido, quemado por el sol y la mala vida,
era simplemente bello.
El hombre que la cuidaba dormitaba en una silla. Se
puso de pie de un salto cuando entró el doctor y se acercó a la cama, en signo
de protección.
El médico se aproximó para examinar a la paciente,
pero ante su calamitoso estado solo pudo decir: “Lo primero es lo primero,
se tiene que bañar”
La muchacha se negaba terminantemente a hacerlo.
Quizás simplemente tenía miedo pues era probable que no supiera lo que le
querían decir cuando le ordenaban bañarse. Pero terminó cediendo ante la firmeza
del médico que dio la orden y la buena voluntad de las enfermeras que la
ayudaron.
La escarcha de la brutal helada blanqueaba el
paisaje de una colonia cercana. En el bendito que habían hecho con unos techos
de paja y unas lonas viejas, ardía una fogata que los mantenía vivos.
Ella no tenía más de dieciocho años, pero aparentaba ser una vieja. Estaba tan
flaca que parecía una lombriz con un nudo en el medio.
Esa tarde había comenzado a dolerle tanto la panza
que poco a poco se fue poniendo pálida y fría. Al anochecer los retorcijones fueron
cada vez más intensos y seguidos. Y de la cadera le surgía un dolor que la
hacía doblarse hacia adelante y hacia atrás buscando un poco de alivio. Eso que
se movía en su panza se había puesto duro de golpe y empujaba queriendo
salir. Sintió que algo se le estaba cayendo por abajo y se agarró con las
dos manos para sostenerlo. El hombre salió corriendo, a buscar
ayuda.
Cuando llegó la ambulancia, la enfermera la
encontró en cuclillas junto al fuego. Cubierto de cenizas casi en el rescoldo,
lloraba el bebé. Si Cristo llegó a este mundo en un pobre pesebre, a este
inocente le había tocado una peor.
- ¿Usted cree que podrá sobrevivir, doctor?
–preguntó la enfermera, mientras auxiliaba al médico que examinaba al bebé, ya
en el hospital.
-700 gramos –dijo él, después de pesarlo.
- ¡700 gramos! ¡Y sigue vivo! ¡Es un milagro!
-Tan pequeño y con la fuerza de un gigante.
Sobrevivirá. –aseguró el doctor, mientras lo acomodaba en la única y precaria
incubadora con que contaba el hospital. –Ahora vamos a ver a la madre.
Después del baño la muchacha parecía otra persona.
Con ropa limpia, despiojada, peinada y hasta perfumada, había florecido una
adolescente de mirada dulce y presencia angelical. Así daba gusto estar con ella. El
hombre -bastante mayor- observaba evidentemente preocupado, apoyado en un
rincón.
-Estamos ante una situación compleja con esta joven
mamá y su bebé. –Explicó el doctor- El estado de ambos es muy delicado. Ella
tiene una desnutrición crónica, está anémica y presenta una insuficiencia
cardíaca. Por eso el bebé nació con tan bajo peso así que deberá estar en la
incubadora. Los dos tendrán que quedar internados por un tiempo, porque
necesitan cuidados permanentes. Y otra cosa, ella no tiene documento y nos
parece que es menor. ¿Ella es su hija?... ¿O acaso usted es el papá del bebé?
¿Puede usted aclararnos esto por favor? –dijo, mirando al hombre.
Ninguno de los dos quiso responder. Permanecieron
en silencio, inquietos, mirándose.
-Entienda señor, esta situación es muy irregular.
Si usted no responde nos veremos obligados a dar intervención a las
autoridades.
Y así se hizo.
La policía llegó a media mañana. La habitación
estaba vacía. Los dos habían huido.
- ¡El bebé! –gritó la enfermera.
El pequeño gigante, respirando con cierta
dificultad, dormía en la incubadora. Con tanta crueldad se insinuaba su
destino: ahora también lo habían abandonado.
La extraña pareja había desaparecido y a pesar de
las investigaciones que se hicieron para encontrar a la madre y al hombre que
la acompañaba, nunca más se supo de ellos.
En la soledad del cuarto donde habían puesto la
incubadora, una joven que recientemente había sido madre, conmovida por ese
milagro de la vida, alzó al pequeño con una sola mano y le acercó la teta a la
que él se prendió con ganas, hasta que ya satisfecho se durmió plácidamente con
una sonrisa triunfal.
María Laura Ruggia
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