LA TORMENTA DEL DIABLO
La enorme cuchilla afilada brillaba en las manos de la abuela cuando salió a la galería. La lluvia cantaba su canción de agua con toda su rabia y en el cielo las luces de los relámpagos formaban arabescos resplandecientes en el oscuro y rojizo tono del horizonte. Morita, Alejandrito y Lucía estaban tiesos del susto, guarecidos cerca de la vieja cocina a leña. El estruendo de los truenos los hacía temblar.
–¡Abuela,
abuela, no salgas! ¡No salgas! –gritaban los chicos.
La nona
María llevaba la cuchilla en una mano y en la otra un puñado de sal.
Avanzó
hasta el medio del patio bajo la lluvia torrencial. Empapada y muerta de frío,
miró el cielo, ennegrecido de furia y lanzando la sal hacia lo alto, cortó
la tormenta haciendo cruces en el vacío con el filo del arma letal.
El rayo
tronó desde la oscuridad respondiendo a tamaña osadía de la nona María. Y ella,
dando un salto increíble, lanzó la cuchilla al aire como una estocada fatal y
corrió hacia la cocina. El portazo hizo tambalear las tacitas del pesado
aparador.
Los
chicos se largaron a llorar y corrieron a refugiarse en el regazo mojado de la
abuela. La lluvia estaba toda en su delantal.
Abrazados, tiritando angustiados, se
acurrucaron en un rincón. Las ráfagas eran tan fuertes, pero tan fuertes que el
techo estuvo a punto de salir a volar. Se sentía el desparramo de las cosas que
habían quedado en el patio. Todo estaba danzando con la furia descontrolada
de un viento arrasador.
–Ya va
a pasar, ya va a pasar… –susurraba la nona–. Ya corté la tormenta,
ya la corté... –murmuraba entremezclando con sus ruegos el Ave María pidiendo a
la virgencita que los cubriera con su manto protector.
Habían
quedado solos ese día. El abuelo había ido a San Justo con las muchachas. Y los
demás, andaban por ahí, ocupados en sus labores de siempre.
Apenitas
empezaba la siesta y el cielo de golpe se había puesto tan oscuro que parecía
una noche sin luna ni estrellas. Un intenso olor a azufre hambía invadido la
estancia y los animales, asustados por esas señales de mal presagio, habían
buscado refugio en algún lugar protector. “Es una tormenta del diablo”, había
pensado la nona. Y la tenía que cortar antes de que se la llevara con sus
nietos. Ya sabía ella muy bien lo que eran esas tempestades y tenía que
proteger a los chicos.
Poco a
poco el viento se fue llevando su furiosa compañía hacia el este, dejando a su
paso el rastro de su poderío. Juguetes, las ollas de ordeñar, la palangana y
los sillones de hierro del patio habían ido a parar a algún corral donde las
vacas miraban con su indiferencia de siempre. Había ramas cortadas y árboles
arrancados de raíz por todos lados. Tamaño caos le erizaba la piel a la
nona, hasta que la calma trajo de nuevo la luz del sol y el olor a tierra
mojada y a hierba fresca.
Los
chicos salieron despacito hasta la galería y al rato ya estaban chapaleando en
los charcos del patio de tierra, donde había quedado tirada la cuchilla
justiciera de la nona. Ella temblaba aún por dentro. “Quién sabe de dónde habrá
venido este engendro y adónde irá a dar” –pensó. Y para apaciguar los nervios
se puso a amasar unas tortas fritas. “Que estén todos bien Señor, que estén
todos bien” –rogaba en su letanía a la virgencita.
A la
tarde, regresó el abuelo de San Justo. La abuela supo al verlo que algo malo
había pasado. “La tormenta –pensó– la tormenta del diablo”.
Un
tornado había devastado gran parte de esa ciudad.
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