LECHE HIRVIENDO
I
Apenas clareaba el día la abuela María ya
tenía la cocina a leña en marcha, mientras los demás dormían. El abuelo, había
salido temprano, en su Rambler hacia el pueblo a hacer sus trámites y compras.
“Vuelvo a la tarde” —le había dicho, para que no lo quedara esperando con la
comida lista al mediodía, cosa que la hacía enojar.
Diez hijos había parido la abuela, ¡diez!
Cuatro varones y seis mujeres. Solo la pequeña Lucía no había sobrevivido.
Algunos, ya casados, le habían dado varias nietas y nietos que la transformaron
en la “nona María”.
La abuela agarró dos grandes ollas enlozadas
y se fue por el senderito que sus propios pasos habían marcado con la marcha
del día a día, al corral de las lecheras, para ordeñar. Tras comenzar su tarea,
la tibia leche caía en fino chorro a la olla, donde iba formando, delicado
encaje, una espuma blanca y sutil.
“El género que compró la Coca para su vestido
de novia, con esos bordados, yo nunca tuve algo así.” —pensó, mirando fijamente
la leche, mientras continuaba concentrada en el ordeñe para no perder el ritmo.
Las muchachas enloquecían la casa con sus
ocurrencias. Es que se casaba la Coca y había que prepararse. Todas habían
estudiado Corte y Confección en la Escuela Profesional de Mujeres de la ciudad,
así que compraron las telas y se organizaron para hacer el vestido de novia y
la ropa de la familia. Los últimos figurines de moda con las tendencias del momento
rodaban de mano en mano para elegir los modelos y de ahí el alboroto con las
eternas discusiones sobre géneros y medidas, colores y combinaciones. La tarde
anterior parloteaban buscando qué ponerle a la abuela, que seguía entre sus
ollas, en la cocina, al fondo de la larga galería, indiferente a la algarabía de las muchachas. Después le presentaron la
propuesta, sin espacio para cambiar la elección.
—Este trajecito mamá —dijo la Coca— Es
tipo Chanel, lo que ahora se usa.
—Y la vamos a llevar a la peluquería para que se corte el pelo y se haga la
permanente. —Dijo Margarita, la menor.
La abuela quiso insinuar una excusa cuando
vio el modelo. ¿Qué era eso? ¿Acaso la querían disfrazar? Pero las
muchachas no le dieron opción.
—Es mi casamiento mamá. Tiene que estar
elegante. —Le susurró la novia, abrazándola. La nona la miró, le sacó el brazo
que la apretaba y le lanzó un “Y desde cuándo estás tan cariñosa conmigo vos”.
—Mamá, por favor. La Coca está sensible por
lo del casorio —dijo otra. —Papá y los muchachos ya le encargaron los trajes a
un sastre italiano que llegó a San Javier. Dicen que tiene un estilo perfecto y
que los géneros que usa son de excelente calidad.
II
La
nona ordeña las vacas en el corral, y la blanca espuma de la leche se le prende
en la cabeza y crece por dentro en ebullición. Ordeña la nona las vacas y la
leche blanca y tibia cae en la olla espumando sus pensamientos, que no siempre
se convierten en palabras y quedan ahí creciendo, creciendo, como la fuerza de
un blanco volcán.
“¡Trajecito
Chanel! ¿Y qué carajos es Chanel? —divaga— Zapatos de taco aguja y cartera
también me quieren poner” —piensa la nona entre la espuma blanca de la blanca
leche metida en su cabeza que borbotea ideas a punto de hervir. “Esas carteras que se usan ahora… ¡si lo único que yo se
agarrar son estas ollas de la leche ordeñada, viejas y cachadas de tanto
trajinar!... ¡Ma carajo! ¡Qué cartera ni cartera! ¡Qué trajecito no sé de qué!
¡Un vestido quiero, un lindo batón, como los que siempre uso yo!” —rezonga la
nona en voz alta, mientras la leche tibia y espumosa comienza a desbordar la
olla, igual que sus pensamientos, que ya son palabras largadas con rabia, ahí
en el corral de ordeñe, con las vacas escuchándola y mugiendo, concentradas
interlocutoras de su solitaria perorata.
Regresa
la nona Maruca por el caminito intrincado de sus pensamientos, a la cocina
oscurecida por el hollín. Tiene que hervir la leche y poner la olla para la
sopa que prepara todos los días. Y las muchachas, ya levantadas y mateando en
la galería, atacan en frente solidario. Una corre a buscar el figurín, otra el
centímetro y las tijeras, otra unas pequeñas muestras de telas y colores y los
papeles de molde para empezar a trabajar en el trajecito Chanel.
—Venga
mamá —dice la Coca— venga que le vamos a tomar las medidas, así ya hacemos los
moldes y mañana nos lleva papá a San Justo, a comprar la tela.
El
volcán blanco y espumante que hierve en su cabeza ya está a punto de estallar.
Deja las pesadas ollas desbordantes de leche en la cocina negra de hollín. Y
explota en un borbotón de protestas alocadas, retos, gritos y puteadas. Está
roja su cara iracunda y sus manos, a los golpes, acomodan las ollas y elementos
de la cocina armando un alboroto que hasta los perros y los gatos que siempre
le andan atrás, salen disimulando a buscar aire fresco bajo los árboles del patio.
—¡Nada
de trajecito no sé qué, nada de cartera no sé cuánto, nada de corte de pelo,
nada de nada! —grita por fin la nona.
La
leche bulle en las ollas grandes, bulle espumante hasta desbordar en la cocina
negra de hollín. Y la abuela, la nona María, la nona buena, dócil, tranquila,
no aguanta más. Sale puteando de la cocina, tira el delantal, cruza entre
las muchachas, tumba una silla y sigue, cerrando de un golpe el portón que
separa el patio del resto del terreno. Como un huracán, se lanza por el camino y
luego hacia el monte a paso firme, sin mirar atrás.
Los
chicos que jugaban en el patio corren tras ella. “¿Vamos a juntar huevitos,
nona? ¿Querés que te acompañemos a correr las gallinas que se escaparon? ¿Vas a
buscar la yegüita, nona?”. Pero la nona no escucha, no les responde, no se deja
alcanzar. La ven perderse en el monte y vuelven a la casa gritando: “Se fue la
nona María, se fue la nona María”.
—Déjenla
tranquila, ya va a volver —dice una de las muchachas, mientras cuchichean y
vuelven a sus habituales tareas de todos los días. La planificación del
casamiento entra en pausa hasta más ver.
Al
mediodía notan la ausencia: la nona no cocinó. No hay sopa ni puchero y la
leche derramada se ha convertido en una costra amarronada y negra en los aros
de las hornallas de la cocina a leña. Si llega el abuelo y la nona no
está se arma la gran rosca. ¿Cómo le van a explicar lo que pasó? Ahora sí que
están todos fritos, nadie quiere estar cerca cuando el abuelo se enoja.
Comienzan las corridas de un lugar a otro. Todos la salen a buscar por el
camino, los corrales, el gallinero y la huerta…
La
nona no está.
Uno
de los hijos va a caballo hasta otra estancia vecina. Salen los peones por el
monte siguiendo su rastro. Una que otra llora, o se enoja o se asusta.
La
nona no está.
Las
vacas mugen solitarias pastando con sus terneros en el potrero pequeño, ya
están produciendo la leche blanca y tibia para que la nona las ordeñe mañana.
El mundo sigue y sigue.
La
nona no está.
III
La rabia contenida la fue arrastrando por los
senderitos que los animales fueron haciendo en su deambular por el
monte. Cayó y se levantó. Se enredó en unos espinillos y siguió. Su largo cabello
rubio oscuro con algunas canas, que siempre llevaba reducido en un rodete bien
asegurado, se fue liberando de sus ataduras y se comenzó a soltar. Se rasgó la
ropa con unas ramas secas. Se ensució las alpargatas en unos charcos. Y así,
siguió hacia adelante sin detenerse, aunque el cansancio le estaba ganando las
extremidades que ya apenas le respondían. El sol comenzó a quemarle la cabeza.
Y la espuma blanca de la leche que bullía todavía en su interior se fue
diluyendo poquito a poco, pasito a paso, hasta desaparecer. Intentó ubicarse y
se dio cuenta de que se había perdido. Pero no se desesperó. Ya tenía ella
muchas mañas aprendidas de la vida como para asustarse por eso. Descansó un
poco y continuó. Siguió por otro senderito, avizoró un alambrado y avanzó con
esa guía. Hasta que cruzó un zanjón que apenas tenía un hilo de agua y se lanzó
hacia un camino de tierra.
—¿Y esa mujer? —dijo el abuelo, que
regresaba del pueblo en su Rambler.
—Pero… ¡Si es la nona! —contestó el
nieto, que lo acompañaba.
El abuelo detuvo el auto y corrió a su
auxilio. La nona se apretujó en sus brazos y se largó a llorar. Él le acarició
la cabeza, los desordenados rulos de su larga melena. Hacía tanto tiempo que
no la veía así, débil e indefensa buscando refugio en su pecho. Le besó la
frente y la sostuvo de la cintura.
—¿Qué pasó? —preguntó.
Ella se recompuso, se sacudió el vestido
lleno de semillas de amor seco, se torció el pelo en un rodete y subió al auto sin
decir una palabra. Su estado era deplorable. Estaba quemada por el sol,
deshidratada, con los pies hinchados, la ropa raída, las manos lastimadas.
Había caminado más de 10 km. Cuando llegaron a la estancia, nadie habló. Las
muchachas estaban tan asustadas que quedaron mudas por un rato. No hubo
reproches ni preguntas, solo unos sollozos ahogados en el torrente de las
culpas que sentían. Esa noche, todos se fueron a dormir esperando la reacción
del abuelo, que seguramente no tardaría en llegar. Pero él era un hombre sabio
y antes, tenía que averiguar.
A la mañana, la abuela no se levantó. Estaba
agotada y el abuelo la dejó dormir. Pero él madrugó como siempre y las
muchachas también. En la cocina la leche blanca y espumosa estaba a punto de hervir en las
grandes ollas. Y la sopa borboteaba feliz. El abuelo apareció con un figurín en
la mano. No era el último, con los modelos de la colección de la nueva
temporada de fiestas de 1963. Era uno viejo y ajado. Lo abrió en una
página que tenía marcada y dijo simplemente: “Este vestido quiere Maruca”.
Poco a poco la nona retomó el ritmo de sus
días. Las lecheras esperaban en el corral de ordeñe que las entretuviera con
sus cantinelas de siempre mientras corría la leche tibia formando espuma en las
ollas enlozadas. La espuma blanca de la leche hirviendo en la cocina negra de
hollín subía amenazante hasta el borde de los recipientes y bajaba lentamente
mientras la nona aplacaba sus pensamientos haciendo círculos concéntricos con un
cucharón de metal.
Del asunto del vestido no se habló por un
tiempo. Hasta que una mañana, cuando el abuelo se preparaba para ir a la ciudad,
ella se subió al auto para acompañarlo. Volvieron al atardecer, con varios
bultos envueltos en papel marrón. Las muchachas se abalanzaron a abrir los
envoltorios esperando regalos para ellas.
La nona se había comprado un corte de seda estampada,
lo último que había llegado de Italia; unos botones de diseño, con bordes dorados;
unos zapatos de charol con un taco bajo; un collar de perlas con sus aros; un sobre
de raso claro bordado con mostacillas y una hebilla de nácar y metal para asegurar
su rodete rubio oscuro. Dejó que las muchachas rieran y se asombraran mientras desenvolvían
sus compras y se fue a la cocina.
—¿Cuidaron que no se volcara la leche?
—dijo y se puso a preparar el mate para tomar con el nono Luis.
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