PEGASO NO ME ABANDONES
Pegaso
es tan blanco que su pelaje parece brillar como una estrella de esas que están
muy altas en el cielo. Tiene unas largas crines, que casi llegan hasta el suelo
y que con mi abuelito Jano, el más viejo de mis nonos, se las cepillamos todos
los días. Me agarro fuerte de ellas, lo monto y Pegaso, después de un trote,
comienza a volar extendiendo sus alas. Y sube alto, muy alto, casi hasta donde
se esconden las estrellas.
Le digo:
“más alto, Pegaso, más alto” y él, con su relincho de carcajada, me contesta
que más alto está solamente el sol y que si nos acercáramos sus alas se podrían
quemar.
Gira
alrededor de los árboles y ocultándonos detrás de las nubes, los dos observamos
a mis primas y primos jugar a las escondidas en el jardín. Si me preguntan
dónde me escondo, que no pueden encontrarme, les respondo que Pegaso me lleva
hasta las nubes y que me quedo allí. Entonces reímos a carcajadas y juntos
corremos por todo el terreno de la casa del abuelo, jugando a volar como mi
mágico caballo.
El
abuelito Jano dice que cuando era pequeño también jugaba con Pegaso. Pero me
parece que es uno de sus cuentos, porque mi Pegaso es un animal joven. Aunque
la verdad es que me lo regaló él.
“Dale,
abue, dale, montalo vos ahora y pegate una vueltita por el cielo hasta llegar a
las nubes” –le digo. Y él me contesta que está muy grande para eso y que sus
dolores no lo dejan divertirse.
Pobre
abuelito Jano, ahora se la pasa acostado, ya no sale al jardín como antes, a
jugar con nosotros. Yo le miro la cabeza blanca, se la acaricio y me parece que
su cabello es el pelaje de mi caballo. Y me imagino que corre a buscar a Pegaso
y lo monta prendiéndose de sus crines, para salir a volar.
Él se
hace el dormido, pero sabe que yo estoy ahí. A veces me agarra la mano y me la
aprieta con ganas. “Tenés que ser fuerte y no aflojarle a la
vida, pequeñita” –me dice. Yo apenas abro los ojos porque el sol que entra
por la ventana me encandila. Y lo miro a través de los flequitos de mis
pestañas. “Vamos a jugar abue –le digo–. Vamos a jugar con los chicos, como
antes”. Él sonríe y se vuelve a dormir.
…
Esta
mañana me levanté temprano para saludar al abuelito Jano. Y cuando entré a su
pieza, la luz no me dejaba ver. Parecía que el sol que vemos con Pegaso cuando
salimos a volar, se había metido todo en su habitación.
El
abuelito Jano estaba sentado en el borde de la cama, balanceando las piernas
como si fuera el más chico de mis primos. De pronto se paró solo, sin esperar a
que mi mamá o mi papá lo vinieran a ayudar. Y caminó hasta el jardín.
Ahí
estaba Pegaso, comiendo las margaritas de los canteros del medio, como hace
siempre. Solo las margaritas y ninguna otra flor. Cuando vio al abuelito, se
acercó despacio flotando en el aire de la mañana. El abuelo Jano se prendió de
sus crines largas y de un salto lo montó.
Me
acerqué corriendo y le tiré los brazos para que me llevara con él. Pero ya
Pegaso abría sus alas y su cola larga y sus crines, se mezclaban con las nubes
que brillaban con el sol.
–¡Abue!
–le grité– ¡llevame con vos! Y corrí aplastando las flores del jardín.
–Ahora
no puedo –me dijo– pero algún día te vendré a buscar.
Yo me
tiré en el pasto húmedo por el rocío y comencé a llorar con tanta tristeza que
unas lágrimas frías me helaron las mejillas.
Mamá y
papá corrieron a mi lado y me abrazaron con esos brazos largos que tienen y que
me acarician el alma cuando estoy triste.
–El
abuelito va a estar bien, ya no va a sufrir más. –Dijo mi papá.
–El abuelito
ahora se fue al cielo. –Dijo mi mamá.
–Ya sé
–contesté– lloro porque me olvidé de avisarle que no se acerque mucho al sol.
María Laura Ruggia
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