TRINI
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El rostro de Trini parecía modelado en una especie de porcelana antigua,
con un alisado opaco que le confería un aspecto de estatuilla delicada, tan
diferente al vulgar ambiente que habitaba con su madre. De su padre nunca había
tenido datos; que en algún tiempo había pernoctado en estos lados con su
madre, su propia existencia lo confirmaba... pero nada más. Se
había criado allí, cerca del río, en ese rancho de adobe y paja brava cuya
sombra se recostaba al atardecer sobre la arena dorada de la playa.
Trini no sabía que su madre se prostituía para conseguir algo para comer
cada día, sólo tuvo un vago presentimiento el día que aquel tipo, un hombre
fornido, de andar desprolijo y cabellos revueltos, la miró fijamente
y dijo: “A ésta reservámela, va a ser mejor que vos.”
El día que su madre apareció despanzurrada en la orilla,
con la cara semienterrada en la arena gruesa, escondiendo la vergüenza de una
vida de la que nada bueno se podía rescatar, Trinidad no
lloró. Estuvo sentada en el camastro cubierto con unas mantas
grisáceas, con la mirada incierta, puesta por momentos en las paredes rústicas
de amasijo, por momentos en el piso de tierra bien barrido y en las
cajas de cartón corrugado en las que guardaban con orden y prolijidad la ropa
de las dos.
Ahora estaba sola como lo había deseado tantas veces. Sin embargo, un dolor
de mierda le punzaba en su conciencia. No sufría por su madre, sino por ella
misma, por la culpa que le crecía rápidamente como un borbotón. Le
había pedido tanto a Dios -o quizá al diablo- que se
la llevara de este mundo para librarse por fin de ella, que ahora su muerte le
pesaba, como si su deseo hubiese sido el motivo de la desgracia.
Cuando la policía le informó que el asesino había sido encontrado, sintió
un leve alivio. Había sido el último concubino de la mujer, un
hombre áspero por dentro y de aspecto casi ridículo por
fuera. Pendenciero, oportunista y poco amigo del trabajo, prefería
ser la sombra de una mujer a tener que hacer algún esfuerzo para vivir.
-Me cagó la hija de puta -había declarado- la muy podrida no me daba
un mango y yo le conseguía los machos para que los
desplumara... ¡Pero yo no la maté! ¡No la
maté! ¡No la maté! –Gritaba guturalmente el hombre,
defendiéndose.
A los trece años Trini era una nena de modales cuidados e inocentes, con un
desbordante cuerpo de mujer. Su figura estaba delineada con trazos
de artista y contornos bien marcados, sin embargo, su estilo natural y su
conocida timidez no la hacían provocativa. Su madre había notado los
cambios de ese naciente cuerpo de mujer y en su mente crecía un pensamiento
salvaje.
Un día, el tipo se apareció en el dintel de la puerta y con el volumen de
su cuerpo tapó el sol de la siesta, que iluminaba el rancho estrecho, de
paredes barrosas y enchorizadas de pasto y maleza. Era muy alto y
robusto. Una camisa a cuadros azules desabotonada por completo
caía desaliñada sobre un pantalón de jean tan gastado que
mostraba grandes manchones blanquecinos, oscurecidos por la
mugre. El redondeado abdomen con un vello oscuro y grueso
pronunciaba más aún su figura grotesca. Y ese olor a
alcohol que le brotaba con el aliento caliente le dio tanto asco.
Su madre estaba allí. Cuando Trini la vio, creyó estar a salvo y
sintió alivio. Pero entonces la escuchó decir: “Es nuevita la piba,
che... como te prometí... pero apuráte, tarado... ¿qué querés
ahora?”
El hombre titubeó. La carita de nena tan suave, tan sana, tan fuera
de lugar ahí, lo hizo dudar. Pero oyó su propia voz responder y
pensó que no era él, el que se desplazaba hacia la chica y la apretaba del
brazo con su fuerza bruta. ¿Qué le pasaba a la putita que arañaba como una gata
a la defensiva, que se retorcía y pateaba con fuerza y no lo dejaba
hacer? ¡Y esos malditos gritos que pegaba la pendeja! ¡Es que no iba nunca a
dejar de gritar! Con su mano mugrienta, con esa mugre percudida de
los años de laburar con los hierros engrasados del taller del
patrón, le tapó la boca y pensó que podría matarla, sin dejarla respirar. Y al fin hizo lo que había venido a
hacer. Sintió el impulso del placer sexual que atravesaba su miembro
expulsando el fuego que lo exaltaba y todo acabó. La mano se aflojó y el cuerpo de la muchachita quedó quebrado
en el camastro gris con un hilo de sangre que separaba la inocencia de la
realidad. Todo era un mundo negro y el sol que entraba por
la puerta se desvanecía en el abismo de su pensamiento. El asco le apretaba el estómago, el pecho y le
quitaba el oxígeno. Ya nada podía retenerla en la inocencia de la niñez.
Pronto perdió la cuenta de cuántos fueron los tipos que siguieron y
hasta se había acostumbrado a manejarlos para sacarle más de lo que querían
dar. La furia que había sentido contra su madre ese día
fue creciendo. Odiaba a la maldita mujer, soñaba con su muerte y hasta alguna
vez pensó en acabar con ella.
Dieciséis años tenía cuando el último macho de su madre había sido
encontrado culpable de su asesinato. Sin embargo, sabía que pronto el hombre
podría estar libre otra vez y por eso quería huir de allí, para perderse donde
nadie pudiera saber de ella. Pero no tenía otro lugar donde ir
que no fuera el miserable rancho junto al río, la orilla donde su madre murió y las islas que desde lejos parecían ofrecerle la
protección que añoraba.
Lo vio en la puerta esa tarde y supo a qué había venido. Los
últimos arreboles se perdían hacia el oeste y empezaba apenas a oscurecer. Fue
hacia la orilla, tratando de escapar de él. La luna formaba un sendero de luz en las aguas del
río y se imaginó que corría por él para perderse en las islas y no volver. Pero se
detuvo justo donde su madre murió.
Él la tomó del brazo con su garra. La dio vuelta de un tirón y
el cimbronazo del movimiento la dejó temblando, como aquella primera vez,
cuando su madre la había dejado desprotegida para siempre. Sintió su
cara tan cerca que la respiración nauseabunda del hombre le penetró hasta los
pulmones y entonces supo que de nada valdría tratar de escapar.
- ¡Yo no fui! -le dijo él- ¡Yo no fui!...
-Ya sé. –reconoció ella y dio un suspiro de resignación, como si
al reconocerlo pudiera redimir su culpa.
Él quiso decir algo, pero nada salió de su boca, que quedó abierta por
unos instantes, mientras le duró el estupor y su cabeza hizo un esfuerzo
para entender.
-Estoy embarazada. -dijo- Ella me quiso llevar
a lo de la Dominga, ya sabés... la vieja esa que te lo saca –continuó sin
ninguna esperanza de que él la entendiera.
- ¿Y…? -Sólo pudo indagar el hombre.
-Él me había dicho que me podía llegar a querer igual… que me iba a llevar
a su casa... tiene trabajo, viste... Pero ella me dijo
que no... Que yo no la podía abandonar.
- ¡La mataste vos, yegua! -gritó, y la daga que tenía
calzada en la cintura penetró en el abdomen de la muchacha una y otra vez.
-Él... me dijo que... no hablara... que te iban a... culpar a vos... –alcanzó
a murmurar una confesión que quizá le abriera las puertas del cielo o al
menos le negara las del infierno definitivo, antes de que él le
soltara el brazo y cayera de cara al suelo para quedar tendida en la arena, que
ocultó la vergüenza una vez más.
El hombre sintió que algo le quemaba el pecho. Lanzó un grito y cayó de
rodillas en la misma arena tibia de sangre.
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