EL CORSO
El ritmo de la batucada resonaba en la avenida y se extendía ensordecedor
por todo el lugar. Los integrantes de la comparsa se contorsionaban con
destreza haciendo relucir sus diminutos atuendos recargados de lentejuelas,
piedras y perlas de colores.
Las jóvenes bailarinas, cuyos cuerpos eran una prueba indiscutible de su
escasa edad, avanzaban y giraban siguiendo sus coreografías.
Entonces, algunos espectadores formaron un círculo alrededor de ella, de la
bastonera de la comparsa Alma Noble. Todos en el pueblo creían que era una
verdadera diosa, la diosa del corso. Alta, atlética, con una elegancia poco
convencional y un cuerpo exuberante que ella sabía utilizar para crear
fantasías en las mentes de sus seguidores, la bastonera era el alma de la
comparsa, la que jugaba con la alegría de todos, la única, la mejor.
Las palmas y vítores se confundían con la música de fondo y la admiración
que todos sentían por ella hacía que se
movieran sus pies, sus caderas, sus pechos, con voluptuosa gracia. ¿Quién podía
ignorarla? ¿Quién podía decir que no conocía a la joven bastonera? ¿Quién podía
pasar a su lado sin desear ser como ella?
…
La algarabía se fue transformando en un vocerío desenfrenado y áspero. Las
carcajadas y los comentarios burlones resonaban con la misma intensidad que los
redoblantes de la batucada y producían a su alrededor un pesado círculo que
aplastaba. “¡Dale, dale! ¡Mueva, mueva, mueva! jajaja ¡Qué ridícula! Jajajajaja
¡Es para morirse de la risa! ¡No te lo puedo creer! ¿Quién es la loca esa?
¡Mirá la pinta! ¡Nooooo! ¡Parece que se va a desarmar! ¿Quién la para ahora?
Jajajajaja
-Vamos, ma… ¡dale vamos! –la manito de su hija tironeaba de su traje viejo
y deslucido por el paso del tiempo.
- ¡Dejá, dejá, dejaaaá te digo, que estoy bailando! ¡Mirá cómo la gente me
aplaude!
Un sonido seco acompañó el golpe. Alguien le había arrojado una latita de
cerveza, que le pegó en el rostro, la sorprendió y le hizo perder el
equilibrio.
- ¡Dale, loca! ¡Movete como antes! ¡Mové las cachas, dale, dale!
Y allí estaba ella -la diosa- vieja y deslucida como su traje descolorido; con
su gracia perdida en algún rincón de la vida; con su figura sombría caída entre
la multidud.
Sintió la mano de su hija que la apretó con insistencia y la obligó a
levantarse.
-Vamos a casa, ma –dijo tratando de convencerla- el corso ya terminó.
La bastonera se incorporó dificultosamente, apenas como pudo trató de
recuperarse y de la mano de la nena y caminó hacia su hogar angustiada por el
recuerdo otros tiempos.
Todos quedaron envueltos en un silencio acusador y se fueron yendo del
lugar agobiados por sus propias vergüenzas.
El corso había terminado.
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