HAMBRE



Juancho había salido una madrugada fresquita, junto a su padre, hacia la isla. Vivían de la caza y de la pesca y él, que era el mayor, acompañaba  a su tata para ayudarlo.
Cerca de la barranca armaron un bendito con ramas y hojarasca por si había que pasar la noche. Después se dedicaron a pescar y cazar hasta la tarde, cada uno por su lado, intentando no alejarse demasiado el uno del otro.
A Juancho le gustaba recorrer el terreno, observar las aves y escucharlas cantar, para luego imitarlas con sus silbidos. Perseguía iguanas, cazaba cuises, buscaba huevos de pájaros  y panales de abejas para sacar la miel.
Su padre pescaba y cazaba carpinchos y mientras esperaba la oportunidad, mataba la soledad y soportaba las miserias con su compañero el vino, hasta quedar muchas veces sumido en un sopor que lo envolvía en una atmósfera de cierta irrealidad, en la que ya no era responsable de nada ni de nadie. Sólo tenía que recordar el camino de regreso entre la maraña de arroyuelos hasta llegar al río San Javier y una vez allí, dejarse llevar por la correntada hasta la barranca donde se encontraba su ranchada.
Se estaba haciendo tarde y Juancho volvió al lugar donde habían armado el campamento. Pero ya nada quedaba ahí.  Su padre no estaba, ni sus aparejos ni su canoa. Trató de imaginar qué podría haber pasado y el susto que tenía no lo dejaba pensar. Seguro que se había equivocado y ese no era el lugar donde lo esperaba su tata. Comenzó a desandar sus pasos buscando rastros que lo pudieran orientar. Caminó en una dirección, luego en otra. Se entretuvo con el canto de los pájaros que se aprestaban a buscar refugio entre los árboles para descansar durante la noche.  Buscó en las barrancas solitarias y llamó a su padre a grito vivo, alterando la monótona algarabía islera hasta que poco a poco se desorientó por completo y la noche de luna llena lo envolvió en su letargo, entre el arrullo de los animales que salían de sus escondites con sigilo para averiguar  quién había osado armar tanto alboroto. Pero era solo un cachorro de hombre, asustado y perdido, nada de qué temer.
Despertó muy temprano y todo volvió a comenzar.  Tenía miedo, un miedo picante como el sol de la siesta que quema sin piedad. Miedo por su padre y lo que le pudiera pasar. Por eso siguió con la búsqueda de aquí para allá. Gomereó un rato y consiguió algo para comer. Se tumbó inquieto sobre un colchón de tréboles en flor y arañando la tierra se hizo de unos cuantos miquichises dulces como miel. Otra noche lo volvió a sorprender y como un pichón con frío se acurrucó en un nido de hojas y pasto seco, mirando las estrellas hasta dormir. Y así fue una y otra vez.
Juancho sabía cómo arreglárselas para sobrevivir. No lo asustaba no tener qué comer porque era común en sus vidas que tuvieran que estar con el estómago vacío más de lo que cualquier persona normal pudiera soportar. Pero ahora el hambre comenzaba a crecer como una pelota gigantesca entre sus tripas. La boca del estómago era un aro que dejaba escurrir el vacío. Entonces, croaban mil sapos en su panza hueca, como un coro, sin parar. Su cuerpo estaba cada vez más débil y el miedo que le producía no encontrar a su padre quebró sus fuerzas.  Aunque la isla parecía protegerlo con sus mañas naturales como a un cachorrito más, comenzó a sentirse abandonado y se acercó a la orilla barrancosa gritando por su tata hasta caer desahuciado en la gramilla reverdecida…

Cuando el padre de Juan regresó solo, hecho un despojo impregnado de alcohol y sin poder explicar qué había pasado con su hijo, sus parientes y la policía habían comenzado la búsqueda. Lo encontraron varios días después ya casi desvanecido. “Mi tata, mi tata” -repetía Juan- “Mi tata está perdido, búsquenlo, búsquenlo”

Sin ningún remordimiento ni ansiedad, desparramando otra borrachera más, dormía en su rancho el tata de Juan.








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