MORITA Y EL DIABLO
Una noche de verano mis primos y
yo jugábamos en la esquina. Era bastante tarde para estar afuera, pero tan
entretenidos estábamos que no les hicimos caso a nuestros padres para
entrar. De pronto, Anita señaló la ventana enrejada del galpón de mi casa.
–¡El diablo! –gritó y se puso más
pálida que la luna, que estaba escondida entre las nubes.
¡Todos lo vimos! Entre las rejas
asomaba una cabeza con un sombrero negro y un cuerpo tapado con una capa roja. Un aullido se escuchaba por todos lados y nos
erizaba los pelitos de la piel. Corrimos hacia nuestras casas. Yo me tiré
al regazo de la nona María y la abracé tan fuerte que la dejé temblando.
Al otro día fuimos al
baldío, aunque nos duraba el miedo.
Mi madre y mi padre me contaron historias sobre lo que podía hacernos el
diablo, si nos quedábamos jugando afuera hasta tan tarde o si no obedecíamos.
Anita dijo que las monjitas del colegio
le hablaban del demonio, el jefe del infierno. Patricia estaba segura de
haberlo visto en una rama muy alta de un eucalipto y Esteban juraba haciendo
cruz con los dedos que un pedazo de tela roja y deshilachada, que estaba
enredada en un arbolito, era parte de la capa del innombrable. Ya ni
queríamos decir la palabra “diablo” para evitar cualquier magia que pudiera
traerlo a nosotros otra vez. Igual aparecía a la noche, a la siesta,
o cuando alguno de nosotros se portaba mal.
Como teníamos miedo de encontrarlo
en el baldío, preferíamos ir a jugar al potrero que quedaba detrás de la quinta
de doña Elma, la viuda de don Robirola. Ella no nos soportaba. Por eso
entrábamos a su terreno escondiéndonos, para seguir hacia el río o el
potrero. Doña Elma era muy hermosa. Hasta enojada nos hablaba con la voz
suave. Tenía el pelo oscuro recogido
en un rodete grandote, tan bien atado que no se le escapaba ni un mechoncito.
Se pintaba mucho los ojos y los labios. Vivía sola y no se juntaba tanto con
los demás. Nunca entendí por qué mi madre y sus amigas del barrio no la
querían. Creí que la había atacado alguna enfermedad, porque muchas veces les
había oído decir que tenía la “famosa fiebre”.
Esa siesta nos escapamos otra vez.
Cruzamos la calle y nos metimos en el terreno de doña Elma, para llegar
al río. Escuchamos esa canción que pasaban en la radio. Una voz de hombre la
cantaba: “Cara de gitana, dulce apasionada, me diste tu amor como una
espada”. Nos agachamos. Gateamos por el pasto y nos
acercamos para espiar por la ventana. Ella estaba desnuda, tirada en la
cama. Con una pantallita de colores se hacía fresco.
Miramos hacia el rincón y quedamos
aterrados. Ahí estaba el mismísimo diablo, dándonos la espalda. El sombrero
negro le tapaba la cabeza. Su capa roja le llegaba hasta la cadera. ¡No tenía los
pantalones y se le veía el culo!
Anita estuvo a punto de gritar, pero
alcancé a taparle la boca. Le hice señas. El innombrable no debía darse cuenta
de que estábamos ahí. Esteban nos dijo que huyéramos. En ese
momento, el diablo se tiró de un salto sobre la mujer. ¡Estaba serruchándola
viva, moviéndose para arriba y para abajo! ¡Quería matarla! Y la pobre
gritaba: “¡Ay Dios! ¡Me muero!”
Nos asustamos tanto que corrimos a buscar ayuda. “¡El diablo va a matar
a doña Elma! –gritábamos– ¡La está serruchando!” Nuestras madres
salieron para ver qué pasaba. Apenas podíamos hablar del susto que
teníamos. Así que nos siguieron hasta lo de la señora. Ella estaba
asomada por la ventana, con el cabello desordenado. Nunca se lo habíamos
visto así. ¡Y tenía puesta una camisa roja parecida a la capa del innombrable!
–Elma, ¿qué pasó? –le preguntó la tía
Estela.
–¡La estaba matando el diablo! –gritó
mi primo Antonio.
–¡Y cómo! –dijo mirando a mi
madre–. ¡Si no fuera por estos muchachitos hubiese acabado conmigo!
Mami se puso pálida. Nos alejó de la
ventana a empujones. Creo que tenía miedo de que el innombrable siguiera ahí.
–¡Elma, por Dios! ¡Hasta con... el
diablo! –dijo tapándome la cara.
–¡Vamos Morita! –gritó y me arrastró
del brazo sin un cachito de lástima.
Mi papá volvió a casa de noche. Mami lo
estaba esperando. Había llorado toda la tarde. Discutieron y se putearon. El griterío parecía interminable. La nona
María me dio de comer y me llevó a dormir con ella. No hubo cuentitos ni
historias de las que acostumbraba inventar para mí.
Yo estaba tan triste que me largué a
llorar. “¡Todo es culpa del diablo!”, le dije, aunque pensaba que era culpa mía
por haber salido a la siesta sin permiso, por ser mala y desobediente. La
nona María me abrazó. “Cuando el diablo mete la pata pasan estas cosas” me
contestó. Después de un rato las dos nos dormimos.
Desperté cerca del mediodía. Todo
estaba tranquilo. Solo se oían cantar los cardenales en la jaula y los
jilgueritos en los árboles del patio.
La nona había hecho una sopa de esas
que tanto me gustaban. “Si te duele el alma, lo mejor es un caldito tibio y
nutritivo” dijo. Yo no sabía dónde teníamos el alma para entender si
lo que me dolía era eso o era otra cosa. El olor a sopa me hizo dar cuenta de
que me chillaba la panza de hambre.
¿Ahí estaría el alma?
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