GATAS
GRETA
Desde
mi ventana puedo ver a Greta desplazarse con su porte gatuno por el tapial del
frente. Se desliza esquivando con un
contorneo de su cuerpo las ramas enredadas del jazmincito del jardín, que se
obstina en trepar por todos lados.
De
un salto estilizado sube hasta la cornisa del edificio vecino y por ahí camina,
cual modelo en la pasarela más elegante de Europa, disfrutando del sol de la
mañana y de la brisa fresca que llega desde el río. Después, escala paso a paso
los desniveles de una gran chimenea que se eleva del techo buscando el cielo y
yo imagino que es una bella muchacha que sube con gracia los 135 escalones de
mármol y travertino de la escalinata de la Piazza di Spagna en el corazón de
Roma.
Sigue su recorrido, deteniéndose cada tanto para repasarse los bigotes con una de sus patitas, morder alguna pulga que la inquieta y acicalar su pelaje blanco con grandes manchones grises, que dibujan en su cuerpo arabescos damasquinos.
Desde
allí, observa cómo los zorzales levantan vuelo ante su presencia y se acomodan
en las ramas del fresno de la vereda para seguir cantando. Ella mide la distancia, achica sus ojos,
calcula y determina que no es necesario hacer un desgaste de energía para
intentar atrapar un pájaro que seguramente huirá de sus garras, ágil y
dinámico, ante su presencia. Y está
claro que le produce desgano hacer caso a su instinto de cazar para
alimentarse, pues llena tiene su panza de gata doméstica y malcriada.
A
veces me gustaría ser una gata como Greta, para poder desplazarme, libre y sin
ninguna urgencia en la vida más que disfrutar de la caminata por un mundo
tranquilo, sin las caóticas situaciones que día a día vivimos los humanos.
Juana
entra como un tornado en la habitación, se lanza sobre mi pobre cuerpo cansado
y me abraza con esa insolencia que me electriza la piel. «Qué hacés», me pregunta y se le ponen rojos
los cachetes al darse cuenta de la estupidez de lo que ha dicho. Qué puedo
hacer acá, tirada, postrada en esta cama, inmovilizada y sin muchas
perspectivas de cambiar mi situación por largo tiempo, salvo que Dios se ocupe
y decida darme un pasaje de ida, sin destino final.
—Miro
la gata —le señalo la ventana— ella sí que es feliz y vive sin sobresaltos.
—Pobre
Greta —me dice— no sabés lo que sufrió todo el tiempo que estuviste internada
después del accidente. Según el veterinario,
se deprimió. —Lanza una carcajada demostrando que no cree para nada en la
conexión tan íntima que algunos humanos entablamos con nuestros animales
amigos. No voy a decir mascota, porque mi bella Greta es más que eso para mí y
bien que le creo al vete, seguramente la pobre extrañaba mi presencia y eso la
entristeció.
—Mi
peluda compañera, claro que me extrañaba —le contesto.
—Creo
que sí. Viste que yo no le doy mucha bola a los animales; pero este bicho raro me
va a convencer de que realmente entienden lo que le decimos y captan todo lo
que nos pasa. La pobre no quería comer y
deambulaba por la casa, yendo de un rincón a otro, buscando alguna señal de tu
presencia.
Desde
lo alto del techo vecino, Greta nos observa achinando sus ojitos y moviendo
apenas sus orejas. Se acomoda y se duerme al calorcito de los rayos del sol.
Después de un rato, emprende el regreso desandando el recorrido no sin antes
echar una fulminante mirada a los zorzales como diciéndoles «hoy se salvaron,
pero mañana ya van a ver lo que les pasa», mientras ellos siguen con su
concierto sin final.
Ya
son las diez y a la habitación entra otro torbellino, aunque más ingenuo. Ha
llegado Antonia, dulce niña que acostumbra visitarme para hurgar entre las
pilas de libros que habitan mi casa junto con Greta y conmigo. A veces pienso
que es una pequeña rara para estos tiempos en que los niños no pueden dejar los
celulares. A ella le gusta leer, guau,
eso es maravilloso a mi entender.
—Mirá
Su —me dice revoleando un libro en una de sus manos— mirá lo que encontré en
una caja vieja de tu biblioteca. Hay un cuento que es triste pero seguro te va a gustar.
—Arrastra una silla hasta el borde de mi cama y se instala a mi lado dispuesta
a leerme su hallazgo con esa alegría y la satisfacción que le produce
recomendarme ella a mí, un libro. Entonces lee como una locutora experimentada,
entonando la voz para seguir el hilo del relato, El hombre muerto, de Quiroga.
Greta
ya está de regreso. Entra por la
ventana, camina sigilosa, estudiando la situación y se detiene cerca de la
silla donde se ha sentado Antonia. Se
toma su tiempo para observarla y finalmente, habiendo reconocido a la niña, de
un salto se instala en su regazo, se acomoda como un ovillo tan confortable y
sintiéndose protegida, interrumpe la lectura.
Antonia la acaricia hasta que comienza un ronroneo suave y sigue
leyendo.
El cuento en la melodiosa voz de Antonia me ha transportado a la
infancia en la casa de la abuela Rosa, fresca en las siestas de verano, cuando
los primos quedábamos encerrados mientras los grandes dormían y entonces nos
zambullíamos en la habitación del fondo, donde había una gran biblioteca. Allí, desparramábamos los libros en el suelo, los demás chicos jugaban con ellos a armar casitas y torres y yo me
demoraba leyendo todo lo que llamaba mi atención, entre eso, el libro de
Horacio Quiroga.
Greta
se acurruca a mi lado. Aunque Juana intenta correrla y se la lleva en brazos
para la cocina, no tarda en volver y tirarse a la cama. Se arrima a mi cara y con su lengua áspera
acaricia mis pómulos, peina mi cabello. Aproxima su cuerpo a mi pecho desahuciado y
allí se queda. Los latidos de su corazoncito se coordinan con los míos hasta
lograr un ritmo parecido, un universo sonando en la misma sintonía. Ronronea.
Extiende sus patas desperezándose y me muestra su panza, dejando claro que
confía plenamente en mí. Y así nos sumergimos en un sueño compartido, flotando
en un espacio sin tiempo ni límites, sin principio ni final, en un ritual
milenario que transforma las almas de algunos seres que en la Tierra se han encontrado.
Cae la tarde en el barrio. Greta sale por la ventana con su caminar cadencioso. Se mueve por el borde del tapial y se detiene entre los zarcillos del jazmincito florecido. El aroma dulce penetra por mis fosas nasales. Observo a los zorzales que ya se aprestan a esconderse entre las hojas del fresno para pasar la noche. Me miran y se ríen de mi pereza de cazadora, saben que nunca los voy a atrapar. Sigo hasta llegar a la casa vecina. Trepo por la cornisa y camino por allí como modelo en la pasarela. Esto sí que es grandioso, me siento verdaderamente libre y ágil. Salto para trepar por los desniveles de la alta chimenea que sobresale del techo. Esta sensación tan profunda de libertad no podría compararse nunca con subir las escalinatas de la Piazza di Spagna; acá siento una felicidad intensa, un cosquilleo de éxtasis que me eriza los pelos de la cola como cuando estoy a punto de pelear con otro gato. Ahora entiendo ese amor a las alturas que los felinos tienen.
Me acomodo
para ver salir la luna y sentir el rocío humedecer mi pelaje veteado. Y desde
aquí observo el cuerpo inerte que ha quedado exánime entre las sábanas blancas,
apenas iluminado por unos rayos de luz que se cuelan por la ventana.

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