EL ÁNGEL

                Abrí los ojos y me quedé quieta por unos instantes, tiempo suficiente para acostumbrar mis sentidos a la realidad, para verificar que el sueño ya se había ido y que esto era la vida real. Sin embargo, no estaba totalmente segura de que así fuera.  Tenía cierta languidez corporal, corrompida por un sinuoso cosquilleo eléctrico, que no podía reconocer porque era absolutamente diferente a todo lo que mis células estaban acostumbradas a percibir.
            Me imaginé en ese instante que mi cuerpo no pesaba como de costumbre y que esa modorra insistente que trataba de adormecer mi razón tenía un motivo de ser.  Creí posible que me pasara algo sobrenatural y mi extraviada cabeza equiparó esas sensaciones a las que habría sentido el pobre Gregorio Samsa en el momento de despertar convertido en horrible insecto.  ¿Y si me hubiese ocurrido lo mismo?  Porque era evidente que algo raro me estaba pasando.   Decidí mover los brazos,  pero no podía percibirlos claramente y hasta parecía que ellos, como todo el resto del cuerpo, se me hubiesen vuelto etéreos.  “No  -pensé entonces con algo de calma-, Gregorio Sansa sentía que su cuerpo era pesado e incontrolable y que innumerables patas se le movían sin lograr un fin sincronizado.”  Pero esto era diferente aunque no menos espantoso,  pues el hecho de no percibir mi cuerpo como si de pronto se hubiese transformado en puro aire no dejaba de ser una terrible complicación: no podía controlarlo como lo hacía siempre.
            Consideré que la paciencia podía ser la mejor solución para esta situación tan insólita que se acercaba más a una historia sobrenatural que a otra cosa y opté por canalizar toda mi energía hacia mis brazos primero, para luego detenerme en las piernas.  Fue en cierta forma una experiencia interesante, fue como ser mi propio creador, fue como inventarme centímetro a centímetro.  Tanto me concentré en la tarea maravillosa de la re-creación que terminé por disfrutarla y como era yo la única responsable de mi propio ser, me imaginé como siempre soñé.  Finalmente, puede pegar el salto  y salir de la cama. 
            Me palpé el cuerpo parte por parte, era yo y al parecer estaba completa, sin embargo, algo todavía me resultaba extraño.   Era ese cosquilleo  pálido, que cada vez avanzaba más y me recorría las neuronas como si mi piel, mis músculos, mis células estuvieran siendo asaltadas por una legión de minúsculos duendes. 
            Corrí hacia el espejo de la cómoda antigua, que estaba repleto de fotos de mis artistas favoritos, retiré de allí un montón de papelitos con frases de amor,   para verme mejor  y despejar de mi cabeza las ideas raras que me habían rondado desde que abrí los ojos.  Pero tropecé con mi zapato con plataforma de caucho y yute, me enredé con un jean que había quedado tirado en el suelo y me desparramé sobre la alfombra mullida. “Sí, -me dije-, esto es real, siempre fui desordenada y no caben dudas de que estoy en mi cuarto y sigo siendo la misma de ayer.”  
            Pero mi cuerpo pareció haberse expandido en millones de puntos luminosos, como si toda mi energía se hubiese salido de su envase contenedor y se hubiese desparramado por el cuarto cubriéndolo en todo su volumen.  Automáticamente, mi mente actuó con decisión y al pensarme  nuevamente, volví a ser yo.  Me incorporé con un ágil movimiento, de esos que me resultaban imposibles antes de caer en cama debido a que mis huesos débiles se habían vuelto rígidos y poco resistentes. Y con un aire de modelo en la pasarela me acerqué al espejo. ¡Qué alivio sentí al verme!  ¡Era verdaderamente yo!  Era como siempre yo me veía desde adentro. 
            Sentí repentinamente una gran desazón.  Se me ocurrió pensar que cuando abriera la puerta de mi dormitorio y saliera de él, todos se darían cuenta de lo que me estaba ocurriendo.  Entonces, comenzarían a interrogarme y a pedirme explicaciones sobre mi aspecto.  Es más, no faltaría alguien a quien se le ocurriera que podría llevarme a la tele y presentarme como a un fenómeno para ganar millones o quien por “amor a la ciencia” estuviera dispuesto a venderme a algún científico loco para que me examinara. 
            La angustia se apoderó de mí y me tiré a la cama a llorar como una loca.  Entonces, mis ojos se hincharon como globos de agua y de ellos explotaron burbujas azules que se elevaban y luego desaparecían en el aire.  “¡Esto es insólito!,  -pensé-.  No puedo quedarme aquí llorando burbujas mágicas toda la vida.”   Me incorporé con toda decisión, abrí la puerta y salí al pasillo, justo en el  momento en que el abuelo Carlos salía del baño.
            El abuelo, viejito casi centenario, arrugado como la cáscara áspera de un árbol, con su paso tembleque y su santa paciencia, me miró de arriba hasta abajo, me examinó en detalle cada parte del cuerpo y finalmente, cuando fijó sus ojos cristalinos  de vida, en los míos, dijo con un suspiro de alivio “Ah, pero si sos vos”.  Ese sí que fue un comentario verdaderamente tranquilizador, jamás en mi vida había esperado sentir un reconocimiento tan importante, ¡era yo!,  no había dudas, el abuelo me había reconocido.
            Cuando me aproximaba a la cocina apareció mi mamá.  Entonces sí que empecé a temblar.  El abuelo siempre tuvo unos ojos maravillosos y especialmente cariñosos, pero también bastante chicatos, por lo tanto pudieron haber pasado desapercibidos para él algunos detalles de mi actual aspecto.  Pero mi madre era diferente, ella estaba atenta a todo y a pesar de que tenía la cabeza llena de preocupaciones, nada de lo que se refiriera a sus hijos le era indiferente.  Caminaba lentamente hacia mí, mientras en voz alta hacía cálculos de su economía doméstica.  Pensé que su rostro estaba cada vez más avejentado y que su piel parecía descolorida, opaca. Le atribuí esta desmejoría a su permanente preocupación por los números que no cerraban, desde que mi padre había quedado sin sueldo cuando quebró la fábrica de colchones donde trabajaba.  Cuando estuvo frente a mí, me miró con ternura, recorrió mi cuerpo centímetro a centímetro, suspiró profundamente y con una sonrisa en los labios, de esas que hacía mucho que no veía, me dijo con alegría “¡Ah! ¡Sos vos!”
            Yo también sentí alegría, sentí que en mi cuerpo otra vez avanzaban los duendes del cosquilleo y respondí a su sonrisa con una de las mías, una de esas que hacía rato que tenía ganas de regalar.  Entonces, miré a mi madre, vi cómo su rostro se aclaraba como aclara la mañana después de una noche tormentosa y la vi alejarse lentamente por el pasillo mientras empezaba a cantar, otra vez, esa canción  de amor que le encendía la mirada.
            Fue maravilloso para mí volver a sentirme yo de esa manera tan auténtica y tan simple.  Nada hacía falta ya para que me percibiera verdaderamente dueña de mi misma y con mi lugar bien ganado en esta vida.  Así que, con más ánimo que nunca me atreví a atravesar la puerta de calle, a abandonar mi hogar y salir al exterior para que el aire puro invadiera mis pulmones y me hiciera sentir tan viva como los cosquilleantes duendes que se escondían en mi sangre.
            Por la vereda se aproximaba un grupo de señoras gordas  y coloridas, con sus vestidos florecidos,  sus zapatos con tacos y sus carteras a la antigua; bien pasadas de moda, formaban un compacto grupo de parlanchinas concentradas en una discusión interminable y áspera sobre la moral inmoral de la viuda de la esquina.  Quedé perdida entre medio de ellas, y una a una me miraron como distraídamente y se alejaron sin hacer comentarios sobre mi aspecto, pero opinando sobre el propio, lo que les produjo repentinas  carcajadas divertidas.  Me sentí bien, pues había creído que me había convertido en algún fenómeno insólito, pero por lo visto eso era sólo una sensación mía.
            Seguí avanzando, y cuando sobrepasé a dos abogados agrios que usaban sus celulares para discutir con sus contrincantes sobre los casos que los ocupaban, me miraron como sin verme, como si sus miradas pasaran a través de mí y vieran otra cosa u otro ser.  Entonces marcaron otros números y dijeron palabras amorosas y sonrieron con satisfacción.
            Ya no pensé más en mi aspecto, creo que ese tema cada vez me interesaba menos, por eso me concentré  en mis propios sentimientos. Un murmullo elástico, flexible me crecía desde adentro y ya casi me resultaba imposible poder ignorarlo.  Sin embargo, me distrajo la voz de trueno pesado del arrogante señor del kiosco, que apuraba a un viejito de pelo de pelusa, que no encontraba rápidamente las monedas para pagar su compra. Los dos giraron sus cabezas al sentir mi presencia y me miraron.  Uno tenía puestos los ojos en mí como si yo fuera su juez y le pidiera que respondiera por su conducta; el otro, cómplicemente se quedó distraído, con su mirada en el aire, en la nada.  Seguí mi camino después de que el quiosquero le ofreciera a su cliente, un bombón y unas disculpas.
            La creciente onda del murmullo ya no se podía detener.  Un intenso dolor me corrió por la espalda  rasgándome los huesos, la carne, la piel.  El cosquilleo de antes ya se hacía insoportable y me exigía que pensara en mí misma desde adentro de mi propio ser. Creí que mi cuerpo volvería a explotar en millones de partículas de energía y comencé a sentirme irreal.
            Una señora con el perfume de las rosas trasmutándole la piel, hamacaba a una nenita en el parquecito de la plaza que está frente a la iglesia donde se encuentra la imagen de María Santísima. Ella tenía los cachetes como unos pompones rosados y unos poquitos pelos alisados le hacían un bordecito a su cara de caramelo.  Me miró con unos ojazos gradotes y con un haz de luz tan penetrante que tuve la impresión de que me tocaba el cuerpo como una caricia.
-¡Mirá mamá!  ¡Un ángel! ¡Un ángel!  -gritó,  hasta que su vocecita se convirtió en un eco que se expandió por el aire y despertó a todos los pájaros que dormían la siesta de verano en los árboles del parque.
            Algo se agitó a mis espaldas, sentí que unas plumas suaves me rozaban los omóplatos y vi las puntas de unas enormes alas blancas que se movían respetando un ritmo pausado pero enérgico. Mis pies se fueron despegando del suelo aunque todavía podía sentir el polvillo de la tierra pegado a mi piel.  Luego mi cuerpo se volvió leve, traslúcido. Con un movimiento ondulante se elevó hacia el interminable cielo azul intenso y convirtiéndose en millones de puntitos luminosos, se expandió en la nada.
-Sí hijita, creo que pasó un ángel.  –dijo la mamá y sonrió.


María Laura Ruggia






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